.
.

05 diciembre 2012

El secreto del cuervo








Por Flor de Maria Almaraz




Las noches en ese entonces eran muy calladas. La casa silenciosa albergaba a una familia compuesta por el padre y los hijos dormidos en tres camas. 

Los tres mayores acostados en una cama. En otra las dos hermanas mayores. En la cama matrimonial el padre solitario y en un catrecillo viejo el más pequeño de los hijos.

Todos con el sueño cansado que da el hambre postergada. 

El sueño era interrumpido a veces por el ruido del motor de algún coche perdido en la oscuridad.

La madre había acudido a dar a luz a su siguiente hijo dejando a cargo de la casa a la hermana mayor que hacía de madre con los chiquillos que la dejaban exhausta a su pequeña edad.

Como cada noche, el hombre acostado en un extremo del cuarto, luchaba contra los demonios que el alcohol sacaba perversamente de su interior. No quería hacerlo pero algo más fuerte que él le susurraba al oído que lo hiciera, que no era malo. 
El sudor corría por su frente espantando al sueño que era el único que lo salvaba de la lucha contra él mismo.

Mientras tanto, las dos niñas, cada una sin moverse y con los ojos muy abiertos rogaban porque la noche terminara. Pedían a todos los cielos -cada una por su lado- que su madre regresara pronto antes de que las fuerzas las abandonaran.

La mayor dejaba escurrir las lágrimas hasta la almohada quien pesarosa las absorbía en su alma de tela.

La otra niña cruzaba los dedos pidiendo no ser llamada por ese hombre que dormía al otro lado del cuarto. Cuando esto sucedía, odiaba que fuera su padre el que la enfrentaba tan duramente a la vida.

Así pasaban las horas, cada uno sin poder dormir, con sus respiraciones rompiendo el silencio de la noche.

Cuando todo parecía sería una noche más, la voz del hombre en la oreja de la niña le pedía dejarse tocar la panza.
Ella sobresaltada se resistía sin fuerzas que se le habían acabado hace mucho y se dejaba tocar.

-No le digas a tu mamá- decía- se puede morir, acuérdate que está muy enferma- y las niñas callaban mordiéndose la lengua para no gritar su desdicha.

Así cada noche, sin que nadie se diera cuenta, el hombre convertido en cuervo a los ojos de la niña, la llamaba con su graznido incesante para hacerle caricias que en su mente infantil a ella la molestaban y le hacían que fuera desarrollando un odio contra ese hombre que no podía ser su padre.

Los hermanos mayores intuían que pasaba algo con las niñas pero el padre se encargaba de tranquilizarlos diciéndoles que no pasaba nada, mientras en los ojos de la pequeña no había más lagrimas sino un fulgor extraño que da el odio contenido.

Pasó entonces la vida.

Los niños de hicieron hombres porque las niñas fueron mujeres a fuerza de caricias obscenas.

Cada uno hizo su vida aparentemente sin ningún problema.

Pero nadie sabía que las hermanas cada una guardaba un secreto que pedía no ser rebelado para que el padre subido en un pedestal no se derrumbara.

El cuervo había logrado que su secreto fuera guardado hasta el fin de los tiempos.




Imagen proporcionada por el autor del texto