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28 enero 2010

pesca en tres tiempos





Primer tiempo. Antes de mirarle a los ojos –algo fundamental para saber si un hombre le gustaría o no-, lo primero que llamó la atención de Ana, fueron sus manos. Las podía admirar desde su apartamento situado en el tercer piso del edificio frente al cual, cada sábado, se instalaba el tianguis de pequeños productores y distribuidores de alimentos frescos, y en donde él –aventuraría ella- debía reinar por sobre los demás varones. La mañana de su descubrimiento, una como tantas otras, abrió la ventana con la intención de medir la temperatura ambiental. Escéptica como era, le resultaba más confiable ese simple tanteo que el pronóstico del clima del noticiero matutino. Fue en ese momento, con medio cuerpo de fuera, cuando sus ojos dieron directamente con las manos del hombre que, en la acera de enfrente, rebanaba un gran pez con movimientos firmes y precisos. La fuerza con la que sostenía el mango del cuchillo, mientras la filosa hoja de acero atravesaba de un solo tajo el cuerpo inanimado del lo que parecía un salmón, le resultaba tan hipnótica que por unos minutos casi olvidó su desnudez a medias; sólo recobró consciencia de la misma, cuando una repentina ráfaga de viento le erizó la piel, obligándola a resguardarse e interrumpir su goce contemplativo. Mientras frotaba sus brazos para darse un poco de calor, apenas podía creer que sólo hasta ese momento hubiese reparado en él, siendo que su puesto daba exactamente a la ventana por la que a diario se asomaba para tantear el clima. Pero… todo fuera como empezar, se dijo, y a partir de ese día, cada sábado, hubiera o no necesidad de evaluar el estado del tiempo, se acomodaba tras las cortinas para deleitarse con los viriles movimientos del vendedor de pescado, cuyo atractivo rostro ya había descubierto en algún momento de su pequeño ritual voyerista. Así se sentía, como un voyeur: oteando a hurtadillas al objeto de su deseo; cuidadosa de no ser vista por los transeúntes ni la clientela de él. Pero no era sólo el disfrute de ese pequeño placer culposo, que se saborea mejor en solitario, lo que la orillaba a permanecer escondida, en vez de salir de su casa y comprarle lo que fuera, con tal de mirar de cerca al sugestivo hombre. Había otra razón menos hedonista: odiaba el olor de los puestos de pescado. Cuando era niña, su padre gustaba de llevarla consigo en su paseo semanal por el mercado municipal de pescados y mariscos. Y de no ser por la gran devoción que sentía hacia su progenitor, Ana no habría aguantado semejante suplicio. Nadie imaginaba la sensación tan desagradable que le producían los aromas y la sola visión de la mayoría de las especies ahí exhibidas; en especial los pulpos, unos animales grotescos y repugnantes que ella jamás podría comer, decía para sí, la pequeña de ocho años y enormes ojos redondos.

Segundo tiempo. Dicen que a veces, basta una fracción de segundo para dar un giro al derrotero de nuestra existencia. Ana no creía mucho en semejante sentencia, pero al séptimo martes de engolosinarse con los brazos, manos y rostro del pescador (como había decidido llamarlo), mientras despotricaba contra los devaneos de un par de rubias que ya no sabían cómo llamar la atención del dueño de sus fantasías, no se percató que había salido de su “escondite” quedando expuesta, hasta que de pronto, en algún respiro a sus despotriques, horrorizada, lo vio levantar la vista y dirigirla directamente hacia su ventana. Qué vergüenza, se dijo en voz alta; ya se dio cuenta que lo espío. En medio de su auto-recriminación ante su descuido, por poco y no nota la sonrisa que él le dispensaba justo en ese instante. Pero lejos de sentirse halagada ante tal muestra de cordialidad, su molestia creció aún más… seguro que éste, se ha de sentir el tipo más deseado, el sex simbol de tianguis sabatino; mientras yo, debo ser la más patética de las mujeres del barrio. Hecha un manojo de emociones e ideas contrapuestas, en cuestión de segundos pasó del autoflagelo a la actitud decidida. Si la voyeur ya se había dejado ver, el rito perdía gran parte de su encanto y ya no disfrutaría igual el mirar furtivamente al apuesto hombre. Sólo quedaban dos opciones: esconderse y no volver asomar la cabeza en los días sábado; o bien, ir directamente hasta el puesto del susodicho y comprarle un kilo de salmón, en un intento por reivindicar un poco la imagen de mujer patética que acababa de mostrar… 
    
Tercer tiempo. Mientras bajaba las escaleras, presa de una gran ansiedad, Ana podía sentir su corazón bombear con gran fuerza y a sus rodillas temblar ligeramente. Al llegar a la salida del edificio, por poco da marcha atrás con rumbo a su departamento y así terminar con su inesperado ataque de valentía. Total, después de ser descubierta como la voyeur medio enamorada del vendedor de pescado, ya nada podía ser peor; amén de que por más atractivo que fuera, él no justificaba semejantes trotes. Pero no; no desanduvo el camino; respiró hondo, abrió la puerta de la calle y se encaminó en dirección de la acera de enfrente. No recordaba haber tenido más nervios al cruzar una calle, ni sentirse tan expuesta, aún así, apuró la poca distancia que la separaba del mostrador donde los redondos ojos de salmones y guachinangos parecían contar sus pasos...

-“Hola, buenos días, dijo una voz algo ronca y, sin esperar respuesta, completó ¿va a querer salmón, está buenísimo? Aunque más que venderle algo, preferiría saber que vino a devolverme la sonrisa de hace un rato. Mire que he esperado por este momento durante meses; desde el primer día que llegué a este sitio, la descubrí sacando la mano y la cabeza por la ventana, como si quisiera aprisionar al viento… un día, por poco me llevo un dedo por estarla mirando mientras maniobraba con el cuchillo… pero le aseguro que he sido muy discreto en mi dedicada contemplación…” Él seguía con el puntual recuento de todas las locuras que ella acostumbraba hacer los sábados por la mañana, incluida su manía de andar a medio vestir (o a medio desvestir). Ana lo escuchaba muda, sin poder evitar sentirse un tanto decepcionada. Saber que ella nunca fue la voyeur de él, sino el objeto de su voyerismo, le parecía una mala ironía. Estaba a punto de irse sin comprarle nada ni devolverle sonrisa alguna, cuando él interrumpió su largo monólogo confesional e inesperadamente comentó: "el salmón en salsa de cítricos es mi especialidad… lo mismo que el pronóstico del clima; como pescador, por necesidad he tenido que aprender a prever lluvias y soles… mejor que los meteorólogos de la Tv…"

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Comieron salmón en salsa de cítricos y el resto de la tarde, lo dedicaron a elaborar distintos escenarios climáticos para los días por venir…



grabado pescadores de salmón, tomado de http://www.enverde.net/

25 enero 2010

Mi problema es el agua de río


Por MauVenom




El viento te dobló y terminé abriendo la ventana para ver como te ibas en él, me quedé con preguntas de las que obtuve respuestas crudas y el vacío se llenó de días extraños, hoy no importas, me ocupa el futuro nada más, de vez en cuando sin embargo, regresan las horas en que hicimos de nuestro paso por las ramblas un propósito de vida. Creímos lo que decíamos.

Las calles del centro viejo olían a soledad a veces, a lejanía siempre, el sol usó un amarillo anacrónico sobre las esquinas que encuadran ese río grande como mar integrado al mapa pero aislado del mundo, una ciudad espectro aparecía para nosotros sacada de fotografía sepia manchada de modernidad. Aún guardo el separa libros con frase de Don Mario que me regalaste, la visión del vendedor de mascotas de cuyo sombrero salía un gato hermoso, el portarretratos que compré aquel domingo y nuestro anonimato cómplice que supo ignorar el abismo que siempre supimos existía.

Aprendí hace mucho que algunas verdades se vuelven farsa con el tiempo, a ese descubrimiento sucede confusión, nos resignamos y no habrá juicio que baste, hemos de quedarnos con la memoria si el orgullo no nos vence.

Te dije que lo haría si era necesario, por qué te sorprendió.

Volamos a puerto por capricho mío como lo hicimos a cualquier lugar del mundo o de nuestra relación, Carrasco recibió a estos ignorantes que se consiguieron un ventanal en la Rambla Sur sobre jardines que topan con el agua a la que busqué plata encontrando sólo añil intenso. No supimos que esperar pero qué importaba, nos aliaban las sonrisas.

Los individuos de aquel sitio no perciben el goteo creativo en el que viven aislados de la subasta que ocurre afuera, los envidié ajenos a un siglo sádico, tuve entonces el impulso de quedarme, escuchaste atemorizado y morboso, sandeces, la realidad reclamó parte en el norte que es quien manda.

Estando juntos sobraron lugares prodigiosos y abusamos del cliché, afortunados en eso, nos despedimos dueños de mil anécdotas que sé recuerdas bien, pero de todas ellas la determinante fue esa capital cuya estrechez nos empujo tan cerca uno del otro que nos hizo lo que fuimos. La primavera en octubre, la comida interminable y mi compulsión por hundir en café la ansiedad que el mate no calmó nos vieron robar la ciudad de paredes anchas y nacionalistas involuntarios.

Meses después metimos las manos en las aguas turbias de Siam, mi karma reclamó más locura y me volví incondicional a otra geografía, aquel país pequeño más grande del mundo se volvió pasado pero aún con las coordenadas seguí bajo la sombra de esa bandera rayada. Hoy que apenas te reconozco sopla el viento con el que te fuiste y regresa el olor del Puerto Viejo o las mañanas en la terraza de madera, vuelvo por momentos a aquella noche plena en que vivimos como los tipos que en realidad no somos pero hubiéramos querido ser.

Estoy feliz pues ya no suspiro, reviso mis días y todo es documento.

Durante años culpé al Hudson de haberme educado irresponsablemente; a un niño no se le enseña a creer en apariencias. Hoy le ofrezco una disculpa por la insensatez ya que de adulto, después de aquel accidente austral y algunos otros contagios sé que el problema es el agua de río, me hace daño, me revuelve.

Así que algunas de las mejores mentiras de mi vida las viví en Montevideo.


Derechos Registrados
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Imagen: Añoranza
Obra del pintor Daniel Alvés


21 enero 2010

La Peregrina


Por Jolie



El sol de oriente alumbraba el camarote y yo suntuosa era testigo fiel de como las olas agolpaban con compás el sonido de la brisa marina. Ella era lo único que importaba, y él como en un acto de fe me resguardó impaciente en un pequeño estuche como presagiando mi perdurabilidad.

Di Maggio me depositó por fín en un magnifico collar en el cuello de Marilyn una combinación curiosa e ingenua de Hollywood, ojos dulces, actitudes inocentes, malvadas pero sensuales y pose de ninfa pecadora, mescolanza extraña de contradicciones y olor a chanel.

Al final fue un acto de fe fugaz y yo tan sólo una pieza clave donde el amor perdió el brillo, que una gema no otorga, no pasó mucho tiempo para verme rodando envuelta en grandes subastas y exposiciones, porque mi destino era viajar por el mundo. Con apenas 58 kilates y medio he sido testigo de todo, recorriendo épocas, cuellos y palacios con elegancia, pasada de mano en mano con descaro como una mujerzuela codiciada, pero ataviada de cuidado infinito y brillo tanto como una Reina.

Durante mucho tiempo fui parte de las Joyas de los tesoros de España desde que me encontraron en Panamá dentro de ese molusco, las manos de Don Diego de Tebes me resguardaron como un amuleto en el que sus manos me acariciaban intermitentemente sin dañar mi nacre.

Descansé orgullosa como regalo de Bodas en el cuello de María Tudor junto a Felipe II y vi morir herejes, mientras Hans Worth me inmortalizaba en un cuadro incrustada en un joyel. Los momentos vertiginosos de aquellos tiempos estuvieron plagados de guerras, traiciones, ambición de poder, dolor y codicia, rodeada de motivos frutales haciendo honor a mi condición de joya marina, se terminaron mis incursiones fastuosas y festivas entre las manos de un soldado Francés durante la ocupación, pasó mucho tiempo para que yo viera la luz colocada en el cuello de una marquesa escocesa cuando la Reina Victoria reinó en Inglaterra.

Mi brillo y su peregrinar se renovaba con cada portadora. En los años veinte los cuellos de las mujeres eran adornados con largos collares donde protagonista podía rozar sus vientres, siluetas de senos diminutos, favoreciéndolos al caer sin obstáculo alguno. Cartier diseñó un collar especial de rubíes y diamantes después de ser rescatada de una subasta en Shoteby´s muchos años después, hasta que un buen día caí al suelo accidentalmente de mi corte real y fui a parar en las fauces del perro de una Actriz de ojos violetas.

Mi peregrinar ha sido abundante y extenso, he podido adentrarme entre romances de época, llegar a la vida de los mortales con la única intención de seducirlos y dejarlos, un regalo perfecto para mitigar ciertos caprichos o ser fascinación o inspiración literaria, pero aún con el peligro a merced y codicia de muchos, jamás en mi andar he sufrido daño o un rasguño.

14 enero 2010

El espejo.

Por Pelusa

San Antonio.
Estoy segura de que todos los pasajeros pensamos al verlo entrar que se pondría a decir malos chistes y luego pasaría pidiendo monedas por los asientos, pero no. Se sentó en un asiento solitario junto a la puerta y se quedó muy tranquilo, con la cabeza gacha, conciente de que todas las miradas del vagón estaban fijas en él. Nada se interponía entre nosotros, y yo, escudada por el velo de ‘normalidad’ que me confería mi indumentaria de trabajo (de repente se había vuelto gris ante los brillantes colores de su traje) y venciendo mi ancestral antipatía por estos personajes, pude darme el gusto de mirarlo con detenimiento.
Lo que más me llamó la atención fue el delicado maquillaje que llevaba. Nada de grandes bocas ni narices rojas sobre el tradicional fondo grueso y blanco como la cal. No. La tenue capa que empalidecía su rostro juvenil no hacía más que resaltar una lágrima brillante que había malpintado en su mejilla izquierda, justo debajo del ojo. Pero – ¡sorpresa!- fijándome bien descubrí que aquella lágrima deforme no era tal sino una nota musical perfectamente delineada, y estaba muy lejos de entristecer su expresión.

Tacubaya.
Se abrieron las puertas y subieron unas cuantas personas que no alcanzaron a llenar del todo el vagón. “Señores pasajeros –se escuchó desde el otro extremo-, en esta ocasión les vengo ofreciendo el nuevo disco de… por el módico precio de 10 pesos” y, acto seguido, comenzó a sonar algo de música bailable.
El muchacho, que hasta ese momento no había dejado de examinarse las manos, empezó a moverse suavemente al compás de la música. El pequeño vaivén de su cabeza provocó de inmediato un corrillo de risas ahogadas a su alrededor. Fue entonces que levantó la vista. Miró con atención a quienes le observaban. Probó a extender el movimiento a sus hombros y las risas aumentaron. Nos devolvió un esbozo de sonrisa que vino a iluminarle aún más.
No necesitó palabras. No se levantó de su asiento. No hizo malabares, ni siquiera un gesto exagerado. Todo en él era normal excepto su traje y sólo eso fue suficiente para permitirle quitarse el disfraz de lo cotidiano y, convirtiéndose en reflejo de nuestros deseos inconfesos, romper las ataduras de la realidad. Segundos después aquel muchacho disfrutaba abiertamente de la música y hasta le hacía pequeñas señas a las mujeres invitándolas a bailar mientras marcaba el ritmo con los pies.

Constituyentes.

El vendedor de discos siguió su camino.
El muchacho se perdió puertas afuera entre la multitud.
Nadie se atrevió a ocupar su asiento.



*San Antonio, Tacubaya y Constituyentes son tres estaciones de la línea número 7 de la red de metro del DF, México.

Agradecimiento especial a nuestra fotografista Sonia por su colaboración con la sugerente imagen: “Un metro de sol”.

11 enero 2010

Guerreros en tránsito.


Por Mara Jiménez

...para ustedes, D y A.




Son dos guerreros nacidos del amasijo de la sal, el sol y el viento; debe ser por eso que el mayor, lleva el color del mar estampado en los ojos, y la nostalgia del que sabe que lo despedirá pronto, en la expresión de su mirada, también debe ser por eso que es tan alto… pues desde ahí vigila el avistamiento de el vaivén azul; debe de ser también por eso que al otro se le enredaron dos mil caracoles en el pelo, y el viento le ha rizado las pestañas hacia arriba, buscando la dirección de sus rizos interminables, su sonrisa serena, curvada hacia arriba, es como una brisa suave que acaricia la vista.

Mis dos guerreros partieron un día en una aventura que a los oídos de cualquiera sonaría descabellada. Abandonaron la sal, el viento y el sol, por extensiones amarillas, oreadas y de reflejos desérticos. Por polvos de miles de años de historia que encerraban en sus puños, heredada de sus antepasados. El mayor iluminó el dorado de las arenas con su mirada azul; el menor avergonzó a los brillos del tiempo con el reflejo de su sonrisa, y llevó los sonoros acordes de un tambor ancestral, mitad africano, mitad nostálgico e hizo balar a los vientos a su capricho. Sin embargo el destino no había terminado aún de trazar caprichos en las líneas de sus manos, y decidió lanzarlos al cielo nuevamente.

Cambiaron los dorados por los blancos de una nieve persistente y mustios rayos de sol, de esos que prometen primaveras verdes en el hemisferio norte de la parte occidental del planeta donde mis guerreros habitan.

Pues bien, pequeños míos: No sé de cierto si el viaje ha terminado, no sé por cuales parajes vaga su alma de niños en este momento, después de haber visto tanto mundo con tan atentas miradas. No sé qué extrañas lenguas quieran olvidar o cuáles se les antoje aprender para fundirse con la nieve y el concreto que los rodea. Sé de cierto que al pie de su ventana, los curiosos pinos murmuran su nueva presencia, y se congratulan de tenerlos cerca, escuchen atentos cuando sople el viento, para que descifren sus cuchicheos y sus risas, esto les dará fuerzas.

Yo, por mi parte, los he acompañado en su aventura, más modesta y tímida, y sin la valentía que ustedes han demostrado, aprendiendo de su fuerza y entereza. Es por eso que quiero darles un regalo; no estas letras, que no son más que producto de la inspiración que provoca ver a los nuevos guerreros del mundo… no… próximamente, me juego una carta para acercarlos al amor. No puedo dejar de creer que el viaje es más ameno cuando se hace acompañado.


07 enero 2010

Sábanas de miel

por Ivanius
No lo dijiste.

Claro que estoy seguro. Lo habría apuntado de inmediato en el dorso de mi mano, o en la libreta arriera, esa que me acompaña a todas partes, de esquinas dobladas y salpicaduras de tinta.

Más tarde, daría cuenta de ello en el álbum grande, bastante parecido a la libreta pero con más historia, como le corresponde a los afectos que lo originaron y a los sueños que encierra.

Por favor, no llores. Eso me haría ceder a lo que quieras, ya lo sabes. Lo que vendría después lo adivino, hasta creo haberlo escrito en algún trozo de papel que ya no existe, como ese dulce que compartimos a escondidas en mitad de la noche, el que a medio bocado se nos olvidó entre besos y manchó las sábanas... Bueno, a mí se me olvidó.

Estoy seguro de que no lo dijiste. Pero lo harás.


Porque cuando aprendas a hablar, allí estaré yo para enseñarte mi nombre.

"Sábanas de miel" relato de Ivanius. Texto: © Chanchopensante.com. Imagen: Wikimedia Commons.

04 enero 2010

El huerto prodigioso

Por Canalla



Compartirles esto viene a cuento, porque recordé que mi abuelo decía que la razón hace renunciar a las dos primeras virtudes teologales, pero ignorar la tercera es como matar el espíritu. Veinte siglos de cultura judeocristiana se encargaron de ocultar su significado. Buda, con mayor éxito, la llamó compasión.




Para una familia con siete hijos, la casa de mis abuelos paternos no era grande. Entrando por la puerta principal un pasillo llevaba, a mano izquierda, a un espacio suficiente para una sala cómoda, una coqueta y un piano de pared. Casi enseguida, la habitación de mis abuelos, y después la recámara de mi única tía. A mano derecha, un enorme comedor, y luego la cocina dividida en dos secciones. Al fondo las otras dos habitaciones, donde mi padre y sus hermanos reñían con frecuencia por camas y armarios, el ambiente envuelto en el macizo aroma que desprenden por años las resinas del oyamel y el encino rojo, un ligero toque a azahar. Construida casi por completo en una planta, una estrecha escalera anunciaba la ruta al único cuarto levantado sobre la azotea, que llamábamos el cuartito, donde el viejo solía ocuparse de las cuentas, a veces, y de fumar escondido de la abuela, siempre.
El huerto sí era inmenso. Decenas y decenas de mangos y guayabos de las más diversas variedades, bajo cuya sombra el clima cálido -ni seco ni muy húmedo- se disfrutaba con delicia todo el año. Naranjales, limonares, árboles de lima y limón real, aguacates, higos y granadas, y el cafeto que siempre estuvo a punto de extinguirse y florecía de nuevo de un modo milagroso. A una orilla, las nochebuenas que aún brotan dos veces al año, sus límites circundados por jacarandas que trepaban firmes a lo largo y ancho de las bardas. Más de una de las que todavía sobreviven las transplanté yo. Ese rincón parecía abonar al crecimiento de la simiente más magra y débil que plantáramos, aún si no recibía un solo riego en las épocas sin lluvia.
La recámara de los abuelos daba al pequeño jardín donde, ordenado y minucioso como todo lo que hacía, el viejo sembró sólo rosales rojos y blancos y aves del paraíso. Las preferidas de mi abuela, que todas las mañanas abría su ventanal para mirarlas, antes de abandonar la cama. Los rosales estaban dispuestos y se podaban de forma que ninguno sobresaliera, con una armonía perfecta, simétrica pero simplona. Contrastaban con el resto del huerto, donde todo lo demás crecía a su entero albedrío, o se sobreponía con éxito a sus constantes intentos por civilizarlo. Las hojas caían una a una todo el día, hasta formar una mullida alfombra que nunca lograba rasurar por completo.
Solo colocar un petate, y tirado abandonarse a constatar la trayectoria de los destellos solares por horas; imaginar un imprevisto cambio en su dirección, con la vista dirigida a las ramas, al tupido follaje de un árbol de guayaba capuchina. Con suerte, más de alguna hoja seca caía produciendo con su inercia ese efecto, por instantes que solían ser eternos mientras, a lo lejos, el chirrido del humus al subir la temperatura, alertaba a las primeras lagartijas.
Al poniente, el establito, que ya desde que era niño se fue vaciando de vacas y caballos para dejar espacio a puercos y gallinas. Mi abuelo sólo conservó dos criollos: el que con ochenta años cumplidos todavía montaba, la espalda recta por completo, y el que empleó al enseñarme a cabalgar, después que le presumí mis calificaciones al fin de sexto de primaria. Como todos sus nietos más pequeños, yo gozaba de algunos -quizá muchos- privilegios.
Al norte se encontraba la nueva casa, independiente de la primera por completo, hasta la que mis tíos emigraron conforme crecieron, uno a uno. Eran tres recámaras con baños propios. Y luego la biblioteca, cuyo acervo no era numeroso, pero sí completo. A su temprana formación afrancesada, cursi pero comprensible en la época de sus padres, mi abuelo se ocupó de agregar nuevos autores. Filósofos, muchos ingleses y alemanes. Humanistas y literatos, italianos y franceses, y uno que otro español, siempre poeta. Tal vez no llegaba a sumar mil libros. Pero muchos de ellos fueron los que en ese entonces leí, y casi los únicos que todavía releo con esperanza de descubrir nuevas aristas.
Acrecentó su biblioteca de un modo inverso al del desarrollo evolutivo del pensamiento, cosa no inusual en su época: en su juventud fue un anarquista confeso que simpatizó más allá de las palabras con la república española. Luego de un comunismo efímero, emigró lento pero seguro al libre pensamiento moderado y católico de mi abuela, a la que adoraba por sobre todo lo demás.
Más allá, los campos de labranza y otro establo, donde antes de amanecer terminaba la ordeña; volvíamos con la leche tibia y espumosa reposando en los botes, e intentábamos dormir un poco más hasta escuchar los gritos de la abuela; enjuagábamos nuestras caras, nos lavábamos las manos y esperábamos el plato -uchepos y corundas-; salsa roja con chile de árbol, crema y queso frescos, y a darnos el festín, entre el olor dulzón del café hervido en olla de barro sobre leña, confundido con el de penetrantes conservas caseras.
Llegué a tomar un azadón o la hoz, pero mi abuelo había decidido que sólo conocería lo mínimo indispensable del campo y sus afanes, por si algún día me interesaba y quería ayudar, como si fuera a vivirme tanto, o yo a crecer en una sola noche. Parte de su enseñanza consistió en hacerme leer libros de polinización y apicultura escritos en un castellano soso y chocante dirigido a adolescentes que, cuando él se retiraba a sus labores yo pronto abandonaba.
Los sustituía por otros, de las decenas de libros con las aventuras de Emilio Salgari que mi padre había dejado en su cama hacía siglos, y yo desempolvé mucho después para adentrarme en las tribulaciones de Sandokan por Lady Mariana Guillok; de Yáñez, su mejor amigo, y de Tremal Naik y Kammamuri, entre otros muchos sueños surgidos de aquél veronés que sólo de forma incidental navegó.
Esa fue la principal razón de nuestro mutuo apego. Mi abuelo y yo nos compenetramos, no como resultado de su capacidad afectiva -real pero tímida al exhibirse- sino por amor incondicional a los libros. Cuando los compartió conmigo lo sentí más cerca que nunca.
Tan cercano como el recuerdo de la vez que conversamos sin que las ideas comenzaran, si no a distanciarnos, sí a diferenciarnos, aunque siempre con mutuo y sincero respeto.
Años después, sentados en el sillón mientras disfrutábamos la lectura de Verlaine y de Sartre -si con el segundo esto es posible-, me preguntó en qué tanto pensaba. Para él no pasó inadvertida la preocupación que se había apoderado de mí una semana antes y desde entonces creció, sigilosa y prudente por la mañana cuando salía mas temprano que de costumbre al huerto, segura y arrogante por las tardes y casi demencial de noche, entre lecturas que por entonces no hacían sino incrementar mi ansiedad.
Yo, que hubiera preferido no escucharlo ni responderle, sin levantar la vista debí respirar hondo para librarme del enunciado completo sin arrepentirme.
- En nada, pero hace ya una semana sospecho que Dios es como los Reyes Magos.
- ¿Y como es eso?, reviró un poco distraído todavía en una edición española de Antaño y Hogaño.
- Que no existe más que como deseo.
El silencio siguiente fue, por decir lo menos, sepulcral. No había reunido todavía el valor suficiente para voltear a verlo, pero aún ahora puedo imaginar de forma vívida su expresión de asombro y desasosiego, de penosa incomodidad ante un hecho al parecer incontrovertible.
- Nomás no le digas a tu abuela, o te saca a escobazos antes de la merienda.
Su mirada era cómplice y había rejuvenecido quince años -los mismos que yo tenía por aquél entonces-, cuando al fin pude verlo a los ojos.