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29 marzo 2010

Paréntesis





No hay en esto afán religioso

no

más bien somos un poco dispersos
y hemos decidido presenciar la primavera.


Publicamos el próximo lunes.



Imagen: Roosvelt Park in Spring
Obra de Chris Lerro

25 marzo 2010

Piedad de la sombra.



Por Pelusa




"La Piedad es el sello de las almas escogidas."
(Jose Marti)





Reflejo de la Virgen de Santa Maria del Mar. (Barcelona, España 2010)



22 marzo 2010

Tizne de Pájaro Azul


 Por Jolie

Cuando era muy pequeña, el Abuelo le regaló en aquellas vacaciones un pájaro azul, una avecilla según la descripción en su memoria eidética de alegre colorido y pecho naranja.  Pasaba las tardes dibujando dioramas creados especialmente para él,  que colocaba como escenografías con cintas detrás de la jaula

Terminados los días poco antes de volar a casa, volver a la escuela y las obligaciones diarias junto con sus padres, el ave murió paradójicamente en vísperas de la resurección.  Lo envolvió cuidadosamente en una tela de encaje y lo llevó al atrio de la pequeña capilla que había en aquel Jardín, lloró un poco teniendo al pequeño animal entre sus manos y decidió ocultarle el desceso al Abuelo, para no darle un disgusto por su enfermedad.

 Y ahi estaba, quemando sus iridiscentes alas una pluma tras otra frente al cirio enorme que siempre se hallaba encendido. De pronto alguien entró, era  la cocinera que interrumpiendo el ritual tan particular, extrañada le preguntó que era lo que estaba haciendo, ella ocultó al pobre animal desplumado bajo su vestido sin fijarse que en el roce,  tiznó el pequeño delantal de gasa que llevaba puesto,  no supo decir más nada se secó las lágrimas y solo se le ocurrió decir que estaba quemando una carta de amor.

18 marzo 2010

Mi nombre desnudo.


Por Jess

“Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemos.”
Umberto Eco.

“Morales, Daniel Morales.”- Dijo ella de una manera deliciosa, mientras acostada boca abajo al filo de la cama acariciaba las letras azules bordadas en mi bata de laboratorio que estaba tirada en el suelo de mi habitación.

Esa noche Elisa no sólo desnudó mi cuerpo y mi interior, sino también mi nombre.

Nunca había prestado atención a la fonética del mismo, hasta el momento en que ella, desnuda, pronunciaba esas palabras soslayando todos los elementos que la sociedad imponía para la formación de los nombres desde tiempos ancestrales, y de repente, yo no era el hijo de un hombre apellidado Morales, ni el primogénito de una mujer llamada Daniela, no era el nieto de un campesino que luchó en la Revolución, ni era el hombre que tenía homónimos al por mayor … en el momento en que Elisa lo pronunciaba, le daba una verdadera razón de ser a mi denominación humana, cobraba sentido cada palabra, y me identificaba plenamente y a satisfacción.

Había perfecto equilibrio entre esencia, materia y asignatura forzosa.

Nosotros no decidimos la manera en que nos individualizamos en sociedad al momento en que se expide una acta de nacimiento, pero sí decidimos la idea en que la sociedad te ubica al escuchar tu nombre.

Daniel Morales cobró relevancia para mí en el momento en que entendí que Elisa me había nombrado.

Ella nunca supo la trascendencia de su vida en la mía esa noche en que desnudo y fatigado por el esfuerzo físico al que ella siempre me llevaba a la hora de hacerle el amor, no podía sino esbozar una leve sonrisa al observar sus ojos azules fisgoneando mi departamento y todo detalle que había en él.

Ninguna mujer me había hecho sentir como ella.

Y sé que con ningún hombre se había estremecido nunca, de la manera en que lo hacía conmigo.

Lo que más me atraía de ella era su sonrisa, su mirada generalmente era fría y escondía sus verdaderas intenciones, pero las muecas de sus labios y mejillas terminaban por descubrirla.

Nadie sabía esa parte de su personalidad.
Sólo yo.

¿Quién diría que al despedirse de mí se iría a acostar con mi mejor amigo?

Podía entender que la fortuna de él la sedujera mucho más que mi nombre bordado en letras azules, pero no sabía si junto a él sonreía con la misma intensidad y sinceridad con la que lo hacía conmigo.

Nunca supe si también desnudó su nombre.

Él continuamente alardeaba conmigo de la manera en que ella le hacía el amor, y me preguntaba si alguna vez yo había tenido a alguna mujer de tal nivel.

De no ser por el cariño fraternal que le tenía por ser mi amigo desde la infancia, seguramente lo hubiera odiado cada vez que me hablaba de ella.

…..Por el cariño fraternal y porque era mi jefe.

Él creía ciegamente en mí.
Desde niños.
Crecimos juntos.
Lo defendí de los niños mayores.
Le enseñé las trampas de la vida.
Juntos aprendimos las clases de química en las que él sobresalía debido a mi intelecto.
Él tenía los medios necesarios para echar a andar proyectos, y yo tenía el cerebro y la inclinación por la teoría y la práctica.
Teníamos la fórmula secreta para ser un gran equipo.
Él rico, famoso y exitoso.
Y yo con un salario generoso y mi nombre en letras pequeñas en los diversos contratos de patentes.

Elisa fue el trofeo más hermoso que la riqueza, la fama y el éxito trajeron a la vida de él.
Irónicamente siempre compartimos todo, comenzando por el nombre y terminando en Elisa.

Nunca lo envidié.
Yo era feliz con lo que tenía.

Hasta el día en que se comprometió con Elisa.
Tenía la esperanza de que mantuviéramos nuestro affair de manera secreta.
Pero ella, de la nada, se fue de mi vida.
No volvió a recibir ninguna de mis llamadas, esquivaba mi mirada cada vez que yo la veía en eventos sociales, sus ojos azules camaleónicos fingían amor y devoción hacia su esposo, más nunca la volví a ver sonreír.

Continuamente me dirigía a un lugar de mala muerte llamado “Elise” para acostarme con cuanta meretriz se me pusiera enfrente, pero ninguna sonreía como Elisa… ninguna se fijaba en el color azul de mis camisas.

Ninguna desnudaba mi nombre.

Meses después Elisa se embarazó.
Fue madre de un hermoso niño que heredó sus ojos azules… y su sonrisa.

Poco a poco su matrimonio fue decayendo. Lo sé porque ella me llamaba algunas noches, yo contestaba eufórico en un inicio, pensando que me pediría volver a verla, pero en cuanto mi voz sonaba, ella colgaba el auricular.

Nunca entendí la razón por la que ella no fuera feliz, hasta que Daniel me pidió que analizara la muestra de sangre de su hijo y le dijera si era compatible con la sangre de él.

Al momento de hacer los diferentes análisis, y como me lo esperaba, no había ninguna incompatibilidad genética.
Desgraciadamente, el hijo de Elisa era fruto de su relación con Daniel, con el Daniel equivocado.

Pero mi amor ciego e irresponsable hacia ella, vio la posibilidad de volver a estar juntos.
Sabía que ella me seguía amando como la primera vez.
Yo sólo quería volverla a ver sonreír.
Y decidí cambiar los resultados de los análisis.

Seguramente se divorciarían y Elisa quedaría libre para regresar a mi lado.
Yo tenía lo suficiente para hacerla vivir modestamente, pero sin ninguna carencia.

Fui un idiota.

Hubiera preferido no volver a verla sonreír nunca más, que saberla perdida para siempre.

Como dije, Daniel creía ciegamente en mí.
Desde niños.
Maldito el momento en que no sólo violé mi ética, sino también quebranté la confianza en mí depositada... y en el que traicioné a mi nombre.

Nunca creí que Daniel reaccionaría de la manera más inhumana posible por su “traición.”.

Dudo mucho que él haya llorado como yo, la pérdida de su esposa.

Vi su cuerpo desnudo en los forenses y escuché la declaración del asesino de Elisa.

No sé si odiaba más a mi antiguo compañero de aulas o me odiaba más a mí por haber sido la causa de dicho acto.

Sólo sé que un doce de Febrero Elisa fue asesinada.

Y ese mismo día partí de esa Ciudad como un fantasma, sin dejar huella o rastro alguno de mi paradero.

Me despojé del traje que llevaba puesto, pero hasta el día de hoy, conservo la camisa que llevaba puesta ese día, que era la misma camisa azul que me vestía el día que conocí a Elisa.

No hay día ni noche que no acaricie dicha prenda y vea esa sonrisa intensa pronunciando mi nombre desnudo.

15 marzo 2010

La vida eterna


















Por Mara Jiménez




El paso de la vida le parecía a veces un poco absurdo. ¿Cuántas veces había tenido esa extraña sensación de haber vivido lo mismo? ¿Cuántas veces se había preguntado si ese momento no era un camino andado? No obstante, las cosas del día a día cambiaban abruptamente sin una explicación lógica. Es decir, muchas veces abría su armario, recordando cierta prenda que ya no estaba ahí, para encontrar en su lugar una paleta de colores en su ropa muy distinta a la del día anterior. Curiosamente, sus estados de ánimo también cambiaban repentinamente, y sus memorias históricas, esas que bordamos en el andar cotidiano de nuestras egoístas existencias, variaban constantemente. Cuando tuvo consciencia de esta extraña situación, le pareció divertido, se sintió dueña de la posibilidad de vivir mil vidas en una sola, pero aquella pérdida constante de los afectos y los recuerdos comenzó a dejarla con una sensación de oquedad insoportable. Más inexplicable aún era el hecho de que esos recuerdos borrados, o reestructurados, hicieran rabietas extraordinarias por salir a la superficie de un presente aparentemente condicionado por el lugar que ocuparan otros hechos y memorias sustitutas. La vida comenzó a parecerle una argamasa absurda, llena de vetas grises de lo que alguna vez fueron colores; como una bola de plastilina mezclada. Si uno partía esa pelota a la mitad, pudiera ser que se encontrara los resquicios de lo que alguna vez fue una barra de color, pero el tratar de integrarla, solo daba como resultado que aquella reminiscencia se mezclara más y perdiera su identidad. Empezó a vivir en los sótanos de su propia existencia. Sentía que empequeñecía y se volvía transparente; primero de forma imperceptible, luego con una aceleración peligrosa. Ocupaba un mismo espacio siempre. Nunca pensó en el suicidio porque su rebeldía ante esta extraña situación, estaba dada por sus ganas de vivir. Cerró los ojos y decidió esperar un milagro.

Su vida se compuso. Y fue eterna. Sólo bastó con que el autor de su existencia invocara a su musa, y decidiera de una vez la línea argumental de este personaje secundario.

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Imagen que acompaña: BBC image gallery

11 marzo 2010

Caligrafía efímera

por Ivanius

La lección de escritura irrepetible requiere siempre un lenguaje privado a puerta cerrada. Los elementos de ambiente son opcionales.

Yo pongo la tinta de saliva y los instrumentos: dedos, manos, lengua y labios. Ella sólo debe disponer el pergamino flexible de su piel.


Quien así practique la caligrafía efímera, además de cultivar el arte de lo inolvidable por perecedero, encontrará que las variaciones narrativas suelen ser muchas, y que las historias, a pesar de su fugacidad, motivan, por gozoso contagio, experimentos semejantes.


"Caligrafía efímera" Relato de Ivanius. Texto: © Chanchopensante.com. Imagen: Wikimedia Commons.

04 marzo 2010

Del surf y otros accidentes

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Les comparto una imagen de su servidor recibiendo el año nuevo en una bella e ignota playa mexicana, del modo como más me gustaba hacerlo, hasta antes de astillarse mi calcáneo derecho en tres partes, y preferir desde entonces emociones un poco menos fuertes. Este post se disfruta más acompañado de música:



Por Canalla

Soy su más ferviente surfista, señorita.
Groucho Marx

Surfear puede resultar para muchos un concepto extraño que, quizá, los haga evocar una fiesta de quinceañeros bailando, a ritmo frenético, la música de los Beach Boys. Ningún otro cliché más alejado de la realidad.
Subirse a un tablón de madera tallada para bailar con los dioses, es el rito más antiguo y fascinante que los hawaianos heredaron al mundo: tan envolvente analogía viene al caso para un tema que, de tan trillado, ha terminado por ser inaprensible: el amor.
Surfear es lo más parecido al amor. O más bien, a la idea del amor como una entrega sin condiciones. Surfear es entregarse. El buen surfista sabe que ningún esfuerzo contra una ola prospera, ni habrá posibilidad de salir bien librado sin antes aprender a dejarse llevar sin resistencia alguna.
Pero a diferencia de cualquier otra convención o necesidad social con respecto de la que nuestra actitud sea la de seguir la corriente, el surf nunca nos hará sentirnos estúpidos ni traidores, o cobardes. Exigirá de nosotros un cien por ciento de mente y corazón.
Surfear requiere de un equilibrio similar al empleado para caminar sobre el borde de una barda de ladrillo sin caer, pero de una mayor concentración, pues el ángulo de esa barda imaginaria puede inclinarse hasta los 45 grados y de ahí a los 135 en dirección contraria, todo en menos de un segundo mientras nos deslizamos a sesenta kilómetros por hora.
Además de los tobillos, nada se fortalece más con la práctica del surf que la cintura, y si desarrollamos la capacidad de convertir nuestra zona pélvica en un campo experimental, cualquier otra actividad que requiera esa misma habilidad nos será retribuida, si saben a qué me refiero…. los surfistas, con frecuencia son buenos bailarines, por ejemplo.
Pero cuidado: la naturaleza del surf -como de todo lo bueno- es efímera. Podemos gastar horas en encontrar la ola perfecta, y seguido confundirnos con algunas pequeñas que sin temor a equivocarnos después reconocemos como deseo, o enamoramiento. Más cuando por fin sea amor sólo podremos montar unos segundos, y ni por eso es menos cierto que siempre debemos saber muy bien dónde tenemos plantados los pies.
La emoción de llegar hasta su cresta, empero, es tan placentera como indescriptible. Los breves instantes que las nociones de inercia y gravedad pierden significado nos sabemos bailando con los dioses. Vemos a nuestro alrededor el todo, que otros llaman mar, como algo real y susceptible de comulgar con nuestra mísera existencia.
Quien haya experimentado cuando menos una vez esa sensación de liberarse del cuerpo que surfear produce, estará de acuerdo conmigo en que practicarlo puede convertirse en una filosofía de vida, pero si tu cuerpo es la ola, más te vale cerciorarte de que tu mente va arriba de la tabla, antes de que se convierta en un tsunami.

-oooOooo-

01 marzo 2010

fin de la condena

 

Eran las 9:30 de la noche cuando la puerta del pequeño cuarto se abrió y por ella entraron dos hombres; uno de pelo rubio muy corto y unos 40 años; el otro, un poco mayor y con pelo oscuro entrecano. Tras unos breves segundos, durante los cuales los hombres intercambiaron algunas palabras que ella no alcanzó a escuchar, el primero abandonó la habitación y el segundo libró los cuatro pasos que separaban la puerta de la cama en donde ella se encontraba recostada. El hombre acercó la silla -que junto con la pequeña mesa y la cama, componían el escaso mobiliario de la habitación- hasta quedar a su lado y sin ningún preámbulo le dijo: Hija mía, estoy aquí para escucharte y brindar un poco de alivio a tu alma atormentada ¿hay algo en especial que necesites decirme, de lo que desees arrepentirte… Ella, que hasta ese momento había permanecido en silencio sin siquiera mirarlo, volvió su rostro hacia él y con voz calma pero firme, le interrumpió: Padre, sé que usted sólo cumple con su trabajo, a pedido de la las autoridades de aquí, quienes dada mi nacionalidad, asumen que soy ferviente católica y estoy ansiosa de declarar lo mucho que me arrepiento de todos mis pecados e implorar perdón y absolución. Pero se equivocan. Ellos y usted. A estas del partido, con el marcador en mi contra y por goleada, lo menos que me interesa es pedir perdón y clamar absolución. Para hacerlo necesitaría Fe, algo que perdí hace tanto tiempo que ya ni recuerdo cómo se siente tenerla. Sus palabras, dichas sin el menor asomo de emoción, estremecieron al sacerdote, quien sólo atinó a posar su mirada en el rostro de su interlocutora y permanecer en silencio. Intentaba adivinar en qué momento, ella había empezado a dar tumbos para acabar refundida en ese sitio.

Ambos permanecieron unos minutos sin decir nada, hasta que ella continuó: Confesarme en busca de absolución, no quiero; gritar, ya no puedo; llorar, lo he hecho tanto en mis veintinueve años de vida, que ya me harté. La última vez que grité, pataleé y luché por librarme de un ultraje más, de nada me sirvió y al final ese malnacido de casi dos metros y cien kilos de peso, logró lo que quería. Al escuchar esto último, el sacerdote se santiguó y ella ensayó una sonrisa amarga que apenas quedó en mueca, para continuar con su monólogo: y cuando terminó de vaciarse en mí, tuvo ánimos para gritarme que debería estar agradecida con él porque "me había hecho el favor", más un sinfín de insultos. En ese momento, todos los años de rabia acumulada y dignidad pisoteada; de humillaciones y abusos de todo tipo, tanto en la maquiladora como fuera de ella, se me vinieron encima y con ellos, una rabiosa fuerza hasta entonces desconocida. Ya no era el ultraje recién sufrido; era todo. Sus insultos, pronunciados con ese dejo de superioridad racial que suelen emplear los policías texanos, fueron el colmo para mí. ¿Sabe, Padre? Llorar debilita y la rabia envenena, pero también, fortalece… y fue eso lo que me levantó. Con la ropa rasgada, ya sin gota de dignidad por defender, pero llena de coraje, me puse en pié y desde la altura lo miré: despatarrado como si reposara tras un gran esfuerzo, con la respiración entrecortada y los ojos cerrados, parecía un fardo. Y seguí mi primer impulso, empecé a patearle sus partes masculinas, hubiera deseado patearlo hasta dejarlo inservible para que nunca más pudiera violar a otra mujer. Pero era fuerte y se paró casi de inmediato, me tomó del brazo, me soltó dos bofetadas acompañadas por un rosario de amenazas y luego me derribó. Pensé que había llegado mi hora, pero al girar la vista reparé en algo: para poder ultrajarme se había desprendido de su arma, la cual estaba tirada en el pasto, cerca de donde yacía yo. Fue un reflejo, algo sin pensar, y si me pregunta cómo le hice, la verdad es que después estos años sigo sin saberlo, el caso es que le disparé; yo sólo quería darle en los testículos, seguía con mi idea de arruinarle "su hombría", pero él se agachó y la maldita bala fue a darle en algún sitio de la aorta. Ni intenté huir, pues el disparó atrajo a uno de sus colegas –que a saber dónde había estado todo ese tiempo- y antes de que yo reaccionara, ya varios policías me rodeaban y después de ponerme de rodillas y esposarme, me llevaron hasta una de las patrullas. Su colega se desangraba, todavía con el pantalón desabrochado y eso era lo que importaba para la justicia estadounidense; las muestras visibles de la violencia y los residuos del ADN de él en mí, de nada servirían para probar mi violación. Si uno mata a un policía, así sea accidentalmente, uno también está muerto y no habrá abogado de oficio que lo salve. Eso sólo pasa en las películas o en las series de televisión; en la vida real, no. Y eso, Padre, usted y su Dios lo saben… así en la tierra como en el cielo… la justicia está coja…

En ese momento, el sacerdote volvió a santiguarse e inició un rosario, al tiempo que de los redondos ojos de ella, y sin que pudiera hacer nada para evitarlo, dos gruesas lagrimas –esas que durante años se le habían negado- empezaron a rodar, rotundas e irrefrenables, pero, también, sin mayor alharaca; lágrimas tibias y silenciosas, extrañas en una mujer muerta en vida, quien ya sólo anhelaba la llegada del próximo amanecer, cuando su condena terminaría y por fin ella podría dormir sin sobresaltos, ni miedos; sin despertarse por la madrugada en medio una pesadilla…








imagen: fotograma del film Persépolis (Marji reclama a Dios)