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21 abril 2011

Soledad.

Por Lidia


Cuenta la gente contemporánea a él, que todas las mañanas al clarear el alba iba a la Iglesia principal del pueblo, se postraba ante el Santísimo, cerraba sus ojos, empuñaba fuertemente sus manos hasta clavar sus uñas en la piel, arrugaba su frente, y sólo Dios sabe cuáles eran los pensamientos que ese hombre elevaba a las alturas.

Antes de salir del templo, pasaba a la capilla erigida a la Virgen de la Soledad, se conservaba de pie, reclinaba su cabeza, volteaba a ver la mirada afligida y dolorosa de la Mujer vestida en túnica negra, a cuyos pies se encontraba Su Hijo desnudo, ensangrentado y coronado de espinas.

Casose en esa Iglesia a la edad de 21 años con una mujer de edad similar, con quien tuvo una amplia descendencia, como así lo dictaminaban las leyes religiosas de aquellos tiempos.

La gente del pueblo rumoraba que más que amor, un interés económico le hizo dirigir su mirada hacia ella.

Pero la gente del pueblo alimentaba su morbo de los rumores.

Nunca se sabrá qué tanta verdad había en dichas aseveraciones.

Años más tarde, mientras su hija menor quedaba encinta, la mujer que hacía el aseo de los diversos negocios de aquél hombre experimentaba en carne propia, la metamorfosis de la concepción.

La hija menor de aquel hombre tuvo un varón, y la señora del aseo tuvo una niña, quien tenía en su pantorrilla derecha el mismo lunar que el jefe de su madre.

El hombre reconoció como suya a la pequeña y le puso por nombre “Soledad”.

Quién diría que en ese momento, mi nombre de pila marcaría secretamente los senderos por los que más delante caminaría yo.

La familia numerosa de mi padre nunca me aceptó como una de ellos por ser yo una hija ilegítima, nacida fuera de matrimonio, y la materialización de la vida adúltera de su progenitor.

Estaba yo destinada a verlo a escondidas de todo el mundo mientras él salía a cuidar sus diversos negocios.

Estaba yo destinada a sentir el amor limitado de mi padre que para mí siempre fue infinito.

Mi padre sonreía intensamente cada vez que me veía llegar a su lado.

Mi padre, que bien podría haber sido mi abuelo, me veía orgullosamente debido a mis facciones estéticas y las curvas bien definidas de mi cuerpo.

Pero mi padre no estuvo conmigo el primer día de escuela, ni ninguno de mis cumpleaños, ni en ningún acto público de este pueblo, ni el día que contraje nupcias.

Un día, mi padre dejó de acudir a sus negocios.

Asistí semana tras semana anhelando encontrarle una vez más para platicarle de mis penas y alegrías.

Las semanas se convirtieron en meses, y los meses en un año.

Pasaba yo a la Iglesia principal del pueblo que estaba situada a dos cuadras de la casa de mi padre, entraba a dicho recinto y veía a mi mano izquierda la capilla erigida a la Mujer vestida de luto con el cuerpo de su Hijo a sus pies…

“Tu nombre, mi querida hija, se debe a la Virgen de la Soledad”. Solía decirme mi padre.

Y para mis adentros yo pensaba en que mi nombre nada tenía que ver con cosas religiosas, sino a las grandes omisiones emocionales que yo vivía en carne propia.

Una tarde de primavera, la gente del pueblo me hizo saber la muerte de mi padre.

La vida me negó la posibilidad de despedirme de mi padre en su lecho de muerte.

Acudí al cementerio municipal vestida de negro, y ante las miradas atónitas y severas de mis hermanos, no pude acercarme como ellos a los pies de la tumba que estaba siendo ocupada en esos momentos.

Y mientras eran colocados tabiques y cemento encima de su ataúd, yo sólo pensaba en que quizás, y sólo quizás, una parte de él, la que me dedicó a mí, también se apagó en Soledad.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

lei hace poco que un acontecimiento tan fuerte como la muerte de un padre, no siempre uele ser tan malo... depende del padre, obviamente, y en este caso creo que aplica mucho, digo a lo mejor no es para que se alegre, pero si =0p


Me llama la atencion eso de que dicen que el nombnre de alguna manera te marca el destino, es intersante y demasiada sugestion para quienes son mentes sugestionables.. quien sabe, algo habra de eso en que el nombre te escoge a ti y no al reves.


un besote nena!

MauVenom dijo...

Todos en algún momento nos llamamos
Soledad

unos más que otros

no es malo, es un poco de destino y otro de optar por caminar solo para no ser interrumpido.

Es herencia.

Besos

marichuy dijo...

El nombre de Soledad siempre me ha gustado mucho, pese a parecerme un nombre triste. Muy triste.

Eso de que el nombre es destino, es una rareza que no sabía. Yo me sabía otra: no cualquiera tiene cara de su nombre.

Abrazo, Jess

Anónimo dijo...

Que maravilla de texto, siempre me dejas con un nudo en la garganta y con ojos vidriosos, sean textos tristes, alegres, recuerdos o fantasías, siempre provocas terremotos en mi.

Besotes srita.