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22 abril 2010

Cuentos Tropicales I




Por Mara Jiménez



Fernando corría por la calle oscura. Hubiera podido cerrar los ojos y no hubiera tropezado con nada, la ruta le era tan familiar que se movía con la agilidad de un gato callejero. Bueno, él era un poco eso, un gato callejero, sin vínculos ni cariños profundos, que dormía donde la noche lo sorprendía, y que comía sin mirar la mano que le extendía el plato. Su respiración se hacía más agitada conforme oía los ladridos de los perros que se acercaban, acechándolo. Podía oler la saliva de los animales furiosos que seguían su rastro sin tregua y sus gruñidos resonaban en su garganta, haciendo difícil respirar. Nunca había sentido ese miedo, nunca pensó verse en esa situación. El calor de agosto le infringía todo el peso del trópico sobre sus hombros, parecía como si corriera dentro de una gelatina a medio cuajar, pero no podía dejarse atrapar. A sus 13 años, y habiendo sido declarado “caso social” por las autoridades habaneras desde los 11 años, su destino sería un internado de tiempo completo y los mirones ojos de todas las instituciones sobre su cabeza. Por eso renunció al sueño de ser médico, por eso no le dijo a nadie que su padre lleva 10 días borracho, y desapareció de la casa el día que lo encontró muerto. Olía muy mal. Estaba podrido por dentro, en vida. Fernando estaba seguro que se le había reventado el hígado, porque la casa olía parecido a la carnicería del barrio, que a pesar de estar vacía desde hacía varios meses, mantenía un olor pútrido como recordatorio de sus alojamientos y la falta de higiene. El calor lo pudre todo rápido, incluida la inocencia. Se reía de los sueños de la primaria de estudiar medicina, del esfuerzo, de las notas altas, de la mirada de compasión de los maestros.
Hacía dos años ya de la muerte (o la pudrición final) de su padre, y desde entonces se había dedicado a esconderse. Así, escondido en la cama de un camión llegó a Alquizar, cerquitica de la Habana, y ahí conoció al Boris, ese campesino rudo, delincuente de nacimiento y sin escrúpulos, que vio en Fernando una mina de oro. Lo acogió en su casa algunos días, le enseñó a rascabuchar a las guajiras cuando se bañaban en sus improvisadas casetas de madera y después le enseño el arte de templarse a las terneras para desahogar los instintos que despertaba la miradera. Después le dio a fumar la hierbita y lo enganchó. Le ofreció un suministro completo de hierba a cambio de que llevara marihuana a La Habana, y entregarala en el Vedado a su socio “El Pana”. ¿Quién iba a sospechar de un chama de ese tamaño?
Fernando daba viajes de Alquizar a la Habana cada 10 días, llevando y trayendo en un cinto de tela pegado a la barriga una cantidad respetable de marihuana. En efecto, los policías y DTIs hacían revisiones de las mochilas de los pasajeros que viajaban insolados en las camas de los camiones por la carretera, pero pasaban de largo por su lado sin mirarlo siquiera. El negocio daba “pa vivir”, para comer, para subsistir.
Mientras corría, sintió la humedad de la tela del cinto pegada a su piel sudada, y en medio de la carrera, se lo arrancó y lo boto en cualquier esquina, ya se haría cargo él de Boris, y aguantaría la mano de palos que le iba a dar por aquello… maldita Migdalia, esa chiquita le había descompuesto la vida. Desde que la vio en los bajos de la casa de El Pana, sintió que el corazón le volvía a latir, pues desde la muerte (o la peste) de su padre, parecía que lo tenía paralizado. Se sintió churroso e indigno de la sonrisa que la jebita le hizo con sus 14 años, sus dientes blancos y las téticas chiquiticas. Desde ese día, pasaba a una gasolinera abandonada donde había una llave con agua, y se lavaba la cara y los sobacos, enjuagaba un poco la camisa, y se la ponía húmeda, abrochándola solo del botón del cuello para que volara mientras él caminaba y se fuera secando. Migdalia empezó a saludarlo; Migdalia empezó a conversar con él; Migdalia le dio la mano; Migdalia se dejó robar un beso.
Fernando empezó a dar más viajes de los debidos de Alquizar a La Habana, porque el negocio iba bien y sus bolsillos crecían. Nunca se percató de los policías y los DTIs se repetían en el camino y empezaban a mirarlo con desconfianza. Cuando ahorró lo suficiente, le compró al Pana un relojito de los que vendía en el mercado negro. Era blanco, no tenía números, pero si unas rayitas rosadas en lugar de ellos y un corazón de un rosa muy pálido en el medio con una piedrecita que imitaba un brillante. Se lo regaló a Migdalia, que estaba encantada y se lo puso en seguida. ¿Cómo iba saber él que Migdalia se lo iba a enseñar a su hermana mayor? ¿Cómo iba a saber que la hijaeputa de la hermana se lo diría a sus padres? ¿Cómo iba a saber que el padre de la chiquita comemierda, era el jefe de sector de la policía? ¿Cómo podía adivinar que lo estaban espiando y que en cuanto entró a casa del Pana, iban a montar un operativo en la puerta y se iba a tener que escapar por la ventana? Y ahora, mientras corría y se hacía estas preguntas, al tiempo que el gruñido de los perros le cortaba la respiración, ¿cómo iba a saber que esa maldita piedra se iba a cruzar en su camino y lo iba a hacer tropezar tan estrepitosamente? Mientras volaba, antes del aterrizaje, cerró los ojos y por primera y única vez, invocó a su padre: “Coño, viejo, haz que me explote el hígado como a ti”. Pero no sucedió. Lo próximo que supo fue que tenía el vaho de los 3 pastores alemán arriba de la nuca, y los pitos de la policía sonaban muy cerca. Empezó a reír y pensó: “Ta bien. De todos modos, médico, ya no iba a ser”.



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Imagen:http://www.xabierpita.es/2010/01/12/marihuana120110.jpg

8 comentarios:

marichuy dijo...

Mara

Tu relato es tan cercano a la realidad mexicana, que salvo el escenario, bien podrías estar hablando de algún chamaco guerrerense, michoacano, tamaulipeco y, en un descuido, con pequeños ajustes, hasta de un habitante de Nápoles. En “Gomorra”, libro y film, hay una pareja de jovencitos pertenecientes a la “generación ni ni” (ni trabajo ni estudio), que se piensan más listos de lo que en realidad son y después de una que otra victoria inicua, unos cientos de euros fácilmente ganados, terminan así como tu protagonista (bueno un poquito peor).

Un beso

Anónimo dijo...

Se hubiera ido a otro lado hacer negocio por si mismo y le hubiera ideo "menos pior"...bah!.. quien sabe, es un juego de azar entrarle a ese tipo de ondas. Ya se, si le hubiera fumado un poco igual nise entera de nada. =0p

Saluditos nena!

Ivanius dijo...

Como siempre, los personajes que presentas atrapan al lector... aunque ellos busquen huir de una situación estremecedora.

Me quedo con la invitación a la catarsis y un par de expresiones y términos para mi colección. Beso.

MauVenom dijo...

La vida puede no darte opciones o en todo caso no entrenarte para que las veas

la línea del riesgo topa con la de la desesperación y llevan al mismo lugar, antes o después, de peor o mejor manera

Life can be a big bitch, tú perdones.

Me parece interesante en tu historia la cara que todos sospechamos pero no conocemos de la isla... que no es diferente de cualquier otro lugar por supuesto

dentro de cada uno de nosotros hay un 'doctor que nunca fuimos'.

Kiss

Mara Jiménez dijo...

Marichuy: No será que la marginalidad es igual en todos lados , y solo tiene esos tristes matices de gris? Igual de triste, con finales idénticos...

Lo de la parejita me recordó a la canción de 11 y 6! jeje. Un beso.

Mara Jiménez dijo...

Sonia: Si es que se la fumó y por el suministro decidió que el riesgo valía la pena :)) Negocio solo???? a los 13 años??? Eso SI sería un empresario en ciernes, jajajajaja, no crees? Un besito!!!!

Mara Jiménez dijo...

Ivanius: Tú sabes que huyo del tema para no hacerlo recurrente y comercialoide... pero se me da! Cuales expresiones te guardaste??? DImeeeeee!!! Un beso, creo que nos vemos pronto, celebrando amigos.

Mara Jiménez dijo...

Mau: Así, el paraíso hace rato que se incendió y no está en la tierra. Ni iquiera en una "paradisíaca" isla. Me gusta eso de qued todos llevamos un doctor dentro que no pudimos ser. Me gusta...
besos, jefecito.