Por Jess
Elisa fue la chica con la que contraje nupcias.
Llegué a quererla lo suficiente.
Ni más, ni menos. Sólo lo suficiente.
Era la clásica joven, hermosa y culta con la que los empresarios importantes nos casamos para –mejorar la raza— y con las que hacemos acto de aparición en las revistas sociales.
Los primeros meses de matrimonio transcurrieron sin pena ni gloria, yo dedicándome a mi empresa, ella dedicándose a la vida social y a su ridículo hobby de coleccionar objetos de color azul.
Conforme transcurría el tiempo, los intentos fallidos de tener un hijo comenzaron a preocuparme.
Y cuando decidí acudir a los mejores doctores, fue únicamente para notificarme mi imposibilidad de proseguir con mi estirpe.
Pero allí donde la ciencia termina su campo de estudio, suelen suceder acontecimientos inesperados e inexplicables, porque Elisa me hizo saber de su embarazo el día de nuestro cuarto aniversario de bodas.
La felicidad inicial de “un milagro” me había nublado la razón momentáneamente, pero con el transcurso del tiempo, volví a ser el mismo escéptico de siempre, y las dudas confluían seriamente en mi interior.
Elisa había sido una compañera racional y poco pasional, pero hubiera jurado que fiel y honesta.
Yo amaba a mi hijo mucho más que a su madre, por todo lo que él venía a significar para mí.
Maldita la hora en que me dejé arrastrar por todas esas dudas.
El ser humano debería creer en la magia como fuente de vida, y no anteponer los estándares imperfectos que vienen a derrumbar nuestra fe interna.
Cuando mi hijo estudiaba preescolar, no pude sobrellevar más la incertidumbre y lo llevé a escondidas de su madre al laboratorio sanguíneo del que yo era socio mayoritario.
Una tarde después mis manos sudaban mientras con torpes movimientos intentaban adueñarse del resultado de los análisis genéticos.
Ese bastardo era toda mi felicidad… hasta ese momento en que leí una incompatibilidad genética.
Pensé detenidamente la elección que tomé esa tarde.
Y de entre todas las opciones, elegí enterrar mi humanidad y volverme ese ser ruin del que hoy, en mi lecho de muerte me avergüenzo y arrepiento haberme convertido.
Hice una llamada a alguien que a su vez, hizo más llamadas.
Esa noche no dormí en casa.
Me quedé en esta oficina que fue mi único motivo de sonrisas los años subsecuentes.
Debían llamarme a primera hora del siguiente día.
Pero la llamada demoró cuatro horas más.
Y cuando la recibí, fue para comunicarme que hubo un error en los tiempos manejados, y que la muerta había sido Elisa….
Murió girando su cuerpo, atrayendo hacia sí y protegiendo al producto miserable de sus entrañas.
¿Qué sangre llevaba ese niño que había hecho que Elisa lo prefiera que a su propia vida?
Pensé en llamar a mis abogados para anular mi paternidad y dejar a su suerte a ese pobre diablo de apenas un lustro de edad, pero eso no colmaría la traición de su madre para conmigo.
Me vengaría de ella con lo que más le dolía.
Sé que estuviera donde estuviera, se revolcaría de dolor al ver en lo que convertí a quien llevaba nuestros apellidos.
Si bien es cierto que las carencias ponen a prueba a los hombres, nunca los pudren desde la raíz como la opulencia y los excesos.
Le dí a ese niño todas las cosas materiales y los placeres mundanos que terminaron por corromper su alma.
Era hermoso como su madre.
Cuando los escasos remordimientos acechaban mi consciencia, veía la cara de Elisa en el rostro de él, y se avivaba la llama de mi coraje y rencor.
Traté de hacer un milagro real con mi esperma.
Pero sin la ayuda aleatoria de lo inexplicable.
Los científicos de mi empresa “R.I.U.” S.A. de C.V., trabajaban día y noche con mis genes, pero siempre negaban con la cabeza y desviaban la mirada al entregarme resultados.
Mi empresa era puntera en bio-tecnología, y me redituó con más dinero del que todos mis ancestros tuvieron juntos al idear este consorcio.
¿De qué me servía tener la capacidad económica de comprar al mundo si todo terminaría conmigo?
Y entonces sucedió un fenómeno singular.
Trece años después de la muerte de Elisa, Neftalí llegó a mi vida.
Era un chico de grandes dotes deportistas… lo fue hasta que el estúpido de mi entenado tuvo el impulso de lesionarlo con su automóvil.
Neftalí fue un chico fuerte y con determinación.
Recuerdo enfáticamente la manera en que me pidió entrar a R.I.U., y la manera disciplinada en que se convirtió en uno de los mejores investigadores.
Y mientras el hijo de Elisa caía más en sus vicios, Neftalí iba perfeccionando todas y cada una de sus virtudes.… hasta que apareció una mujer llamada Natalia.
Natalia cambió inexplicablemente la conducta de mi hijo putativo en tan sólo un par de calendarios.
Y antes de que esa joven hiciera trizas mis años de odio y venganza, puse a prueba la devoción ficticia que le profesaba mi sucesor ilegítimo.
Y como sospeché, cambiaron a Natalia por la cuantiosa herencia condicionada a un matrimonio con una ramera de sociedad.
Mi odio hacia el hijo de Elisa terminó algunos meses después en que hizo acto de aparición en mi oficina, y entre lágrimas y sollozos lastimeros que alegraban mi alma pútrida, me hizo saber que “odiaba llevar mi sangre en sus venas, y que renunciaba a toda su fortuna por ir en búsqueda de Natalia hasta los confines del mundo.”.
No volví a saber nada de él ni de esa tal Natalia hasta hoy, en mi lecho de muerte… en que Neftalí regresó de uno de sus tantas ponencias e investigaciones sobre avances genéticos, se sentó a mi lado, me obsequió un cronómetro y me dijo: “Hay compatibilidad sanguínea entre tú y el hijo de Natalia.”.
Mi corazón sufrió el golpe más duro que hasta entonces había podido imaginar, y ni siquiera era yo ese joven gallardo de muchos años atrás que resistió abrir un sobre equívoco que destruyó lo único que yo tenía en la vida.
Por mi culpa, mi esposa había fallecido, destruí a mi propio hijo, le causé daño a una mujer que nada había hecho en contra mía y que era la madre de mi nieto, y maté mi propio interior lentamente, instante a instante, buscando una ridícula venganza que ahora incinera lo poco que me queda de alma…
Sé que no hay perdón ni redención alguna para mí.
Mi sangre se congeló en ese instante, y sólo pude voltear a ver ese cronómetro y pensar en mis únicos años de felicidad junto a mi hijo y mi esposa, mis lágrimas brotaban desgarrando la piel de mis mejillas, y alcancé a esbozar mis últimas palabras, mirando a ese objeto inerte como yo:
“Oh Elisa, mi Elisa… Pídele al tiempo que vuelva….”.