por Marichuy
Después de aquel último pleito, cuando salí de tu departamento dolida, furiosa y azotando con todas mis fuerzas tu preciosa puerta de cedro rojo, esperaba que llegara el momento propicio para buscarte y explicarte las cosas; esas cosas que se me quedaron dentro, porque tú ya no quisiste escucharme. Era necesario que el tiempo pasara e hiciera su trabajo, para curarme de ese dolor. Estaba convencida de que una vez aliviada, podría verte y hablarte sin que la emoción me traicionara; con la certeza de que esta vez tú no me interrumpirías, como tantas veces lo hiciste, con tu recurrente argumento de que la cama es el mejor sitio para dirimir diferencias, pues hablar resulta, la mayoría de las veces, una pérdida de tiempo y ese es un bien demasiado preciado para ti. Pero el momento nunca llegó o yo no supe buscarlo, a estas alturas da igual; no lo hubo y yo me quedé con mis pretendidas aclaraciones, perfectamente ensayadas... bien guardadas y he llegado a pensar que se quedarán para siempre ahí, en el remoto lugar de mi memoria donde almaceno los recuerdos dolorosos que se niegan a abandonarme.
Por ello, encontrarte en ese bar al que ni yo misma tenía planeado acudir, era lo último que esperaba; pero el azar y la insistencia de mis amigos, me condujeron a ese insospechado encuentro contigo. Y mira lo que son las cosas, tanto desear verte y a la hora de la hora, distraída como soy, ni siquiera me había percatado de tu presencia, casi al lado nuestro; sólo hasta que Adriana, que no conoce la sutileza, me dio tremendo pellizco, fue que te vi y claro, para no ser menos que mi amiga, respondí volteando hacia tu mesa sin el menor disimulo, justo cuando tu mirabas a la nuestra. Las luces difusas no me permitieron apreciar con claridad tu primera reacción, aún así, pude adivinar, más que ver, la sorpresa revelada en tus ojos, quizá preguntándote -al igual que yo- por qué de todos los bares de la ciudad, tenía que ir precisamente a ese. Lástima que fuera un bar de jazz y no de tango, pensé, habría sido un buen toque tener de fondo musical Los mareados.
Los adioses y los finales a nadie gustan; no soy la excepción, pero esa noche descubrí que menos aún, me gustan los reencuentros. Volverte a ver fue extraño en más de un sentido. Contrario a lo que hubiera imaginado, fue tu actitud y no la mía, lo que me llenó de desconcierto. No creí que con el orgullo que te caracteriza, tendrías el desparpajo de acercarte a saludarme. En el fondo, habría sido preferible que no lo hicieras; si tu proverbial ecuanimidad nunca me gustó como ingrediente en nuestra relación, verte frente a mí, sonriendo y mirándome con ese toque de complicidad propio de quienes han pasado juntos la noche anterior, fue peor que si me hubieras ignorado. Más aún, cuando, sin perder tu sonrisa de catálogo, tuviste el aplomo para preguntarme quién era ese imbécil que estaba sentado a mi izquierda. Qué ganas de contestarte que era tu sustituto y que de imbécil no tenía nada; pero no pude mentir, así que me limité a contestarte alguna tontera acorde con tu insolencia.
No me gustó ese reencuentro, pero al mismo tiempo, me sirvió para aceptar que fue por alguna buena razón, que el anhelado momento en que yo me atrevería a buscarte para esclarecer las cosas, nunca llegó. De sólo imaginarme la escena, conmigo tratando de hacerte entender que ni tus celos ni tus dudas habían tenido razón de ser, en tanto tú estarías mirándome como solías hacerlo cuando lo que me escuchabas decir no te gustaba, fingiéndote ecuánime, empecinado en tu negativa a creerme y callado, exasperantemente callado... doy gracias a la providencia, al azar o lo que haya sido que lo impidió. Bien sé que en el fondo deseaba esa entrevista aclaratoria, más por mí que por ti; por alguna razón, quizá la soberbia o algún romanticismo estúpido e infantil, sigue doliéndome haber quedado como la traidora de esa mala película en que acabó convirtiéndose lo nuestro. Una ironía más, mi manía de ver todo como en el plano de una película, mi deformación cinematográfica que a menudo me conduce a enfocar los hechos de mi vida desde la óptica fílmica, acabó volviéndose en mi contra: nuestro amor -de alguna forma tengo que llamarlo- al final sólo fue como un film sin género definido, a medio camino entre el cine erótico y el melodrama semi-lacrimógeno, aunque en él... la única que llorara (y hablara) fuera yo.
Terminar de mala manera y dejando más de un equívoco sin aclarar, ha sido difícil de superar; te he escrito como una docena de cartas intentando diversas explicaciones, cartas que por supuesto jamás te enviaré. Para qué, si nunca te gustaron las cartas; decías que hacerlas era una costumbre tan anticuada como inútil, buena para el siglo XIX, pero no para el actual. Quién tiene tiempo de leer cartas, solías completar. Tú no, desde luego. Por eso no te escribiré ni una más y por eso, acabo de aceptar que ya no requiero aclaración o vindicación alguna; habré de acostumbrarme a mi nuevo papel de la mala de la pelicula, ya estuvo bien de sufridas lloronas.
MJ
Los adioses y los finales a nadie gustan; no soy la excepción, pero esa noche descubrí que menos aún, me gustan los reencuentros. Volverte a ver fue extraño en más de un sentido. Contrario a lo que hubiera imaginado, fue tu actitud y no la mía, lo que me llenó de desconcierto. No creí que con el orgullo que te caracteriza, tendrías el desparpajo de acercarte a saludarme. En el fondo, habría sido preferible que no lo hicieras; si tu proverbial ecuanimidad nunca me gustó como ingrediente en nuestra relación, verte frente a mí, sonriendo y mirándome con ese toque de complicidad propio de quienes han pasado juntos la noche anterior, fue peor que si me hubieras ignorado. Más aún, cuando, sin perder tu sonrisa de catálogo, tuviste el aplomo para preguntarme quién era ese imbécil que estaba sentado a mi izquierda. Qué ganas de contestarte que era tu sustituto y que de imbécil no tenía nada; pero no pude mentir, así que me limité a contestarte alguna tontera acorde con tu insolencia.
No me gustó ese reencuentro, pero al mismo tiempo, me sirvió para aceptar que fue por alguna buena razón, que el anhelado momento en que yo me atrevería a buscarte para esclarecer las cosas, nunca llegó. De sólo imaginarme la escena, conmigo tratando de hacerte entender que ni tus celos ni tus dudas habían tenido razón de ser, en tanto tú estarías mirándome como solías hacerlo cuando lo que me escuchabas decir no te gustaba, fingiéndote ecuánime, empecinado en tu negativa a creerme y callado, exasperantemente callado... doy gracias a la providencia, al azar o lo que haya sido que lo impidió. Bien sé que en el fondo deseaba esa entrevista aclaratoria, más por mí que por ti; por alguna razón, quizá la soberbia o algún romanticismo estúpido e infantil, sigue doliéndome haber quedado como la traidora de esa mala película en que acabó convirtiéndose lo nuestro. Una ironía más, mi manía de ver todo como en el plano de una película, mi deformación cinematográfica que a menudo me conduce a enfocar los hechos de mi vida desde la óptica fílmica, acabó volviéndose en mi contra: nuestro amor -de alguna forma tengo que llamarlo- al final sólo fue como un film sin género definido, a medio camino entre el cine erótico y el melodrama semi-lacrimógeno, aunque en él... la única que llorara (y hablara) fuera yo.
Terminar de mala manera y dejando más de un equívoco sin aclarar, ha sido difícil de superar; te he escrito como una docena de cartas intentando diversas explicaciones, cartas que por supuesto jamás te enviaré. Para qué, si nunca te gustaron las cartas; decías que hacerlas era una costumbre tan anticuada como inútil, buena para el siglo XIX, pero no para el actual. Quién tiene tiempo de leer cartas, solías completar. Tú no, desde luego. Por eso no te escribiré ni una más y por eso, acabo de aceptar que ya no requiero aclaración o vindicación alguna; habré de acostumbrarme a mi nuevo papel de la mala de la pelicula, ya estuvo bien de sufridas lloronas.
MJ