“Conócete a ti mismo”: quizá no haya otro aforismo más conocido y malinterpretado en la tierra que éste, de la filosofía griega al psicologismo más barato en un solo paso. Esto cuando, más bien, algunas personas se conocen tanto y les agrada tan poco lo que saben, que sepultarlo bajo un alud de mentiras es su rutina; otras menos, lo suficiente para vivir guardando las apariencias y morir igual de inadvertidas, y sólo pocas se desconocen por completo, tal vez único caso en que la ignorancia es una bendición, digna de envidia por un budista si esto fuera posible.
Les comparto una imagen de su servidor recibiendo el año nuevo en una bella e ignota playa mexicana, del modo como más me gustaba hacerlo, hasta antes de astillarse mi calcáneo derecho en tres partes, y preferir desde entonces emociones un poco menos fuertes. Este post se disfruta más acompañado de música:
Por Canalla
Soy su más ferviente surfista, señorita. Groucho Marx
Surfear puede resultar para muchos un concepto extraño que, quizá, los haga evocar una fiesta de quinceañeros bailando, a ritmo frenético, la música de los Beach Boys. Ningún otro cliché más alejado de la realidad.
Subirse a un tablón de madera tallada para bailar con los dioses, es el rito más antiguo y fascinante que los hawaianos heredaron al mundo: tan envolvente analogía viene al caso para un tema que, de tan trillado, ha terminado por ser inaprensible: el amor.
Surfear es lo más parecido al amor. O más bien, a la idea del amor como una entrega sin condiciones. Surfear es entregarse. El buen surfista sabe que ningún esfuerzo contra una ola prospera, ni habrá posibilidad de salir bien librado sin antes aprender a dejarse llevar sin resistencia alguna.
Pero a diferencia de cualquier otra convención o necesidad social con respecto de la que nuestra actitud sea la de seguir la corriente, el surf nunca nos hará sentirnos estúpidos ni traidores, o cobardes. Exigirá de nosotros un cien por ciento de mente y corazón.
Surfear requiere de un equilibrio similar al empleado para caminar sobre el borde de una barda de ladrillo sin caer, pero de una mayor concentración, pues el ángulo de esa barda imaginaria puede inclinarse hasta los 45 grados y de ahí a los 135 en dirección contraria, todo en menos de un segundo mientras nos deslizamos a sesenta kilómetros por hora.
Además de los tobillos, nada se fortalece más con la práctica del surf que la cintura, y si desarrollamos la capacidad de convertir nuestra zona pélvica en un campo experimental, cualquier otra actividad que requiera esa misma habilidad nos será retribuida, si saben a qué me refiero…. los surfistas, con frecuencia son buenos bailarines, por ejemplo.
Pero cuidado: la naturaleza del surf -como de todo lo bueno- es efímera. Podemos gastar horas en encontrar la ola perfecta, y seguido confundirnos con algunas pequeñas que sin temor a equivocarnos después reconocemos como deseo, o enamoramiento. Más cuando por fin sea amor sólo podremos montar unos segundos, y ni por eso es menos cierto que siempre debemos saber muy bien dónde tenemos plantados los pies.
La emoción de llegar hasta su cresta, empero, es tan placentera como indescriptible. Los breves instantes que las nociones de inercia y gravedad pierden significado nos sabemos bailando con los dioses. Vemos a nuestro alrededor el todo, que otros llaman mar, como algo real y susceptible de comulgar con nuestra mísera existencia.
Quien haya experimentado cuando menos una vez esa sensación de liberarse del cuerpo que surfear produce, estará de acuerdo conmigo en que practicarlo puede convertirse en una filosofía de vida, pero si tu cuerpo es la ola, más te vale cerciorarte de que tu mente va arriba de la tabla, antes de que se convierta en un tsunami.