Por Lidia
“…. Vida nada te debo, Vida estamos en paz.”.
Amado Nervo.
El dolor llega a ser una droga tan poderosa, que un destello de felicidad efímera
podría matar el interior.
Cuando se vive en la oscuridad, la luz envenena el alma.
Más aún cuando en el interior de uno mismo existe una continua lucha de pasiones, situaciones que simplemente están más allá del bien y del mal.
He terminado mis estudios universitarios.
He tenido la posibilidad de estudiar en una de las mejores universidades del país.
He intentado encontrar en los libros la paz que mi alma demanda.
Mis padres me aman profundamente, aún a pesar de no ser yo su hijo biológico.
Noche a noche cargo ese lastre que me impide ser feliz, aún a pesar de –tenerlo todo-.
Llegué a este mundo con un mal congénito.
Mi columna vertebral estaba deshecha.
Al llegar a este mundo, no sólo yo lloraba, también mis progenitores lo hacían.
Ellos eran un par de jóvenes absolutamente desamparados.
Sin nada en la vida, excepto un hijo anormal.
Era yo un engendro que tuvo una segunda oportunidad, pero mi segunda oportunidad le costó a mi padre perder su libertad y su vida, ir a prisión por el delito de homicidio, y en la cárcel, perder la vida por un ajuste de cuentas debido a un error en el delito cometido.
La mujer que me parió no soportó la muerte de su esposo y se suicidó.
Era yo un ser humano más que imperfecto con mucha suerte, la muerte me reclamaba a cada instante, pero algo mayor se negaba rotundamente a dejarme ir de este mundo.
Crecí en el barrio que me vio nacer y sobreviví de la manera en que pude, a los siete años una casa de orfandad me recogió y no volví nunca a ese lugar que me vio nacer, resistirme a la muerte, conocer de la pérdida de mis padres… y saber que la razón de sus fallecimientos, fui yo.
Mis nuevos padres sanaron mis heridas físicas e hicieron hasta lo imposible por sanar mis heridas internas.
Sabían de mi dolor y de las culpas expiadas, y después de años de ayuda psicológica, decidieron –sabiamente- que la única cura para mi dolor, se encontraba en el compartir mi vida.
Comencé a utilizar mis tardes para apoyar casas de asistencia y hospitales, apoyar en lo que mis conocimientos universitarios y empíricos podían, preocuparme por las vidas de aquellos seres olvidados del mundo que parecían no tener un hogar propio.
Procedíamos de la misma cuna y era justo que yo compartiera con mis hermanos la esperanza que me había sido obsequiada en mi infancia.
Una noche de carnaval me disponía a dejar el hospital para pasear por las calles coloridas y ricas en sonidos alegres, cuando llegó a urgencias un joven de edad similar a la mía.
Venía inconsciente y desangrándose debido a una herida provocada con un arma punzo-cortante en la parte baja de su abdomen.
Aún cuando no tenía noción de lo que sucedía a su alrededor, asía fuertemente entre su puño derecho un reloj de marca Tag-Heuher.
Y aún cuando sus ropas y su piel estaban bañadas en sangre y polvo, se podía apreciar los rasgos de un hombre de estética pronunciada.
- Seguramente llegó a morir.- Escuché decir a los doctores.- Nuestro banco de sangre carece de unidades de su tipo sanguíneo… es una lástima, tan joven….
- … y tan guapo…- puntualizaban las enfermeras.
- ¿Qué tipo de sangre necesitan?.- Dije mientras me acercaba a los doctores.
- B negativo.- Decían ellos afligidos y negando con la cabeza.
- Yo soy B negativo.- Dije sin dudarlo un segundo.- Corran, hagan lo necesario, ¡háganlo ya!.- grité.
Algo dentro de mí me inyectaba adrenalina y un repentino interés por ese hombre.
La vida se negaba a darme mi pase de salida.
Y algo dentro de mí sabía que también se lo estaba negando a ese hombre desconocido.
Y fue así que mi alma encontró la paz que tanto ansiaba.
Mis padres perdieron la vida debido a mí, y ahora yo le daba la vida a alguien más.
Vida nada te debo, Vida estamos en paz.