Por Canalla
El hombre está tirado en el rincón de la bodega donde lo dejan dormir, entre paquetes de papel periódico y cartón que ocultan su cuerpo abandonado al ocio y la resaca sobre una colchoneta. Podría sudar todo el aguardiente cargando unos bultos. Pero sigue recostado y guarda para la tarde sus fuerzas, cuando podrá asir con las manos, todavía temblorosas esa mañana, a la mujer que lo recibirá con un nuevo banquete, rico y abundante como al entregarse hasta estar, si no satisfecha, segura de que obtuvo lo más posible.
Aparta la botella y agradece que el ruido de los otros basureros, al pesar los atados antes de subirlos al camión, se estrelle contra su compacta muralla. Y por horas continúa en la contemplación de las láminas de asbesto, interrumpido por la pequeña que se cuela entre la rendija de su fortaleza con gordas de chicharrón. Toma una, le extiende una moneda y acaricia su cuello, la hace chillar, reír nerviosa y sonrojarse; la chiquilla se incorpora y a toda prisa escapa, mientras él la ve alejarse un tanto contrariado.
De repente, nunca sabe cómo, la compara con la pelirroja que los jueves lo espera calles arriba, con el rostro húmedo y caliente, envuelta en la bata azul y afelpada que contrasta con el blanco de su piel suave y pecosa; sus abultados pechos, a lo largo de los cuales ha visto escurrir las gotas de agua que caen de su preciosa cabellera. Termina su evocación con la misma lentitud que come, e intenta retenerla el mayor tiempo posible en su mente masticando despacio. Después se toma un último trago.
Al mediodía se levanta y sale al traspatio. Entra al chorro de agua helada y enjabona sus recovecos y extremidades, los enjuaga. Cepilla sus dientes como ella le enseñó. Se viste con el pantalón, la camisa y los zapatos que reserva para ese día pues a la mujer le gusta verlo limpio, y para él es importante desde entonces agradarla. Esto le asegura un mayor placer y prolonga su estadía; además de la comida, ahora le regala dinero y cosas que no usa, pero puede cambiar por alcohol con tenderos.
Si está con la pequeña no deja de pensar en la pelirroja y con ésta, aquélla parece rondar sus vidas. Intercambian seguido sus papeles para hacer más agradable su sueño, y eso lo hace sentirse afortunado de conocerlas. La niña es hija de la mujer que le vendía antojos afuera de la bodega cuando llegó a trabajar ahí. Un tiempo le fió, y llegó a acompañarlo algunas noches frías del año anterior hasta que regresó su marido y no volvió a visitarlo, sólo la chiquilla que le lleva qué almorzar.
Ella se despertó veinte minutos antes de lo usual, revisó el calentador, acarició el líquido tibio y demoró debajo hasta arrugar sus dedos. Calzó pantuflas y se puso un conjunto de deporte para bajar, preparar el desayuno, servirlo y despedir a sus hijos. Ya en la puerta, distinguió a lo lejos al hombre que se los lleva hasta la mañana del domingo e intentó un saludo, regresó a la cama y terminó de secar su pelo, sin peinarlo ni decidir si volver a la ducha más tarde. Ajustó la alarma, durmió otras tres horas y se paró a guisar.
En sus sueños aparecen criaturas mitológicas de sus lecturas infantiles, y embarcaciones muy estropeadas que, sin embargo, la hacen sentirse aliviada, y se cree un poco estúpida por fantasear con centauros que la montan y sodomizan mientras jadea sudorosa; faunos que lengüetean sus pezones; sirenas que la devoran y regurgitan con desquiciante calma antes de liberarla fatigadas. Ella empieza a correr hasta el puerto, sube a una de aquéllas naves que la llevan a la playa y despierta, siempre al desembarcar.
Pero al verter los ingredientes del mole en una olla, rememora que previo a despabilarse logró andar por unos segundos el medano; la emociona saberse próxima a descubrir qué hay detrás e imagina un tesoro enterrado. Grandes monedas, y alhajas de los colores que más le gustan. Una sensación acompañada por el disfrute, al través de un caleidoscopio, de haces de luz; de la paz definitiva que adivina extasiada al volver en sí, porque al final de ese túnel todo se torna grato, placentero justo cuando ella deja de existir.
Esa anticipación al vacío no la atemoriza en absoluto y, por el contrario, es su anhelo de una forma de orden, que a un tiempo detesta y le atrae sin siquiera explicarse la razón de ese sentimiento ambiguo, ni creer necesario hacerlo. En el colegio de monjas, donde sus estudios consumieron nueve años de su vida antes de casarse, o en la capilla visitada por sus padres los domingos, se respiraba esa misma paz. Similar a cuando la dejaron ver al abuelo dentro del féretro, risueño, con un tufo perfumado.
Del lado de la sombra, el hombre sube la cuesta poco a poco para evitar la transpiración; dedica el tiempo a recapitular sus visiones donde ambas se entremezclan y confunden, y cuando encadena el triciclo sobre la banqueta ella ha abierto el cancel, y dejado un bulto junto a la puerta entrecerrada que él no recoge. Tan pronto se percata de que nadie lo ve, entra y se cerciora de que la música esté puesta. Y con mayor confianza atraviesa la sala sin demorarse a ver cuadros, muebles u objetos.
La sorprende vuelta de espaldas. Vestida tan sólo con la misma bata azul, y descalza. Se aproxima hasta que con su aliento escapa una fina capa de vaho hacia su peineta. La jala con torpeza antes de meter la mano debajo y, al sentir suficiente humedad, un dedo en la vagina, que moja y después lame entre las risotadas de ella, que con gemidos y groserías mal aplicadas al caso se mueve y abre las piernas, sin dejar de repetirlas. Aunque intente callarla con bofetadas que le marcan la cara.
Lo deja hacer, y de un solo movimiento la desnuda y tira en la alfombra a la altura de su verga, que ella acaricia con delicadeza antes de sujetar, los testículos con una mano, y la otra la introduce en su boca, que empieza a succionar con parsimonia. Luego repasa sus senos y los labios de su clítoris, los glúteos de él. Lo chupa con mayor velocidad. Repite la rutina una y otra vez, cada una más álgida que la pasada hasta que la levanta en vilo y la penetra.
Le grita que no se detenga, que la lleve de la mano hasta el cofre onírico que contiene el oro. Que lo abra y la aproxime al clímax, pero no alcanza a vislumbrarlo; tarda, como el chirrido exasperante de un tren que se escucha y resulta imposible ver desde el andén de su cuerpo. Se imagina rodeada de los otros, que antes la poseyeron, sin tener en realidad otra cosa que su pasajera, incierta compañía, aguardando paciente a abordar, arrepentida de que la desearan tanto cuando ella buscaba mucho menos.
Sentado en el sillón lame su cuello y lo atenaza, al sentir el espasmo y la contracción del esfínter. La tiene a punto de la asfixia cuando solloza descontrolada con el lloriqueo que primero lo desconcertaba, y ahora le causa gracia. De pronto detiene la estrangulación y recuerda a la niña. Las manchas de mugre y el sudor que en época calurosa resbala a sus tetillas y él alcanza a ver, cuando agachada le ofrece una gorda e intenta apartarlo, y casi vuelve a ver su expresión y olerle el miedo, un aroma que la pelirroja no puede destilar.
Terminan y ella lo besa, lo lleva al sofá y masajea su espalda. Todavía emite un suspiro, de vez en cuando; le propone descansar y prepara unos tragos. Él fuma. Y los siguientes minutos son los que más disfruta. Luego lo llama a sentarse a la mesa, todavía desnuda, y le sirve comida hasta hartarlo. Por ratos, siente su cabello rozarlo desde atrás. Como la gata que lame al amo sus zarpazos.
Al tiempo de engullir el primer bocado, le agrada contemplar la foto enmarcada sobre la barra del comedor. Se pregunta si ella les prodigará al par de rubiecitos la misma ternura con que lo trata cada semana. Los dos posan sonrientes, tan hermosos como su madre al lado del hombre que los mira seguro de sí mismo. Para él, que no conoció a su padre, es difícil imaginar al adulto dentro de esa amplia casa. Y lo visualiza lejano. Trabajando, a diario, para asegurarles todo lo que ellos gozan ahí.
Esa es una de esas tardes en que le rogará quedarse un rato más después de comer. Y sin que le disguste, él la aprovechará para tomar unos tragos, fumar yerba y aguardar calmo a que la digestión le permita volver a fornicarla. Se ofrecerán uno al otro sus cuerpos, su ansiedad para apagarla, y él obtendrá alguna ventaja adicional: el suéter casi nuevo; otro pantalón o los zapatos que le gustaron el día que lo hicieron arriba; el reloj o, tal vez, un par de billetes que eviten malbaratarlo.
Tiene presente en todo momento, sin embargo, que no debe excederse. Varias veces ella ha estado cerca de conseguir que él no retrocediera, y la ha debido abofetear para que se reanimara y saliera de ese trance. Como cuando blasfema y casi parece que saca espuma por la boca. Se cuida de que tenga siempre algo de aire. Ignora sus gestos de molestia, si la suelta, y suple esa necesidad con otra clase de maltrato que a final de cuentas, aunque a regañadientes, también termina por recibir gustosa y ronroneando.
Ella le suplica con los ojos saltones y humedecidos mayor presión sobre su garganta y él aprieta un poco más que la vez pasada. Sólo los costados, sin tocar la tráquea ni volver a provocarle un desmayo. Reacio a perder de súbito y por ese error que luego lamentaría a la mujer: le recuerda puntual a la niña que quiere ver crecida pronto; tampoco olvida los manjares que saborea las tardes de cada jueves, una semana tras otra, desde hace meses.
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