Por Canalla
Erika y Daniel no se contaban a detalle las partes vividas cada día por separado. Aunque sumaban siete años casados sin guardarse secretos, tal avenencia resultaba de una mutua confianza: sólo si algo relevante podía afectarlos se lo comunicaban, decidían juntos. Lo que a otras parejas tanto les costaba a ellos los libró de malos entendidos. Así superaban la prueba del tiempo y seguían estables.
Por eso cuando lo oyó tocar la puerta, luego de ir a correr como todos los sábados, Erika dispuso esperar sólo a que se refrescara un poco, y luego de desayunar se lo diría. A una semana de ocurrir no lo estimaba grave, pero tampoco algo que la enorgulleciera, menos si no era capaz de confesarlo. Amaba a Daniel como el primer día y no permitiría que su desliz la hiciera sentirse hipócrita por siempre.
Días atrás los visitó Roberto. El mejor amigo de ambos. Terminada su carrera no habían vuelto a verse. Cuando ellos comenzaron a vivir juntos luego que Daniel entró a trabajar Roberto se fue del país, tan guapo y seductor como siempre, con una holandesa que días antes conoció en la graduación. Se comunicaban de manera esporádica. Hasta el día que anunció su regreso. Sin avisar lo adelantó, aunque igual lo recibieron con gusto, algunas copas y una cena improvisada.
Daniel concluyó a pequeños sorbos su café. Mientras Erika saboreaba, por última vez, el recuerdo de los labios de Roberto: su marido estaba satisfecho, dispuesto a la relajación; eso le dio confianza para pegarse al respaldo de la silla, cruzar los brazos sobre su pecho y acariciarlo, sentirlo sin miedo a lo que vendría. Disipó cualquier otra imagen mental y tomó aire con fuerza. Con esa seguridad ordenó sus palabras buscando no equivocarse.
- Necesitamos hablar, soltó Daniel de pronto con un tono de voz que no presagiaba nada bueno.
Sin esperarlo la obligó a barajar variantes en fracciones de segundo: o esa noche cuando se retiró a dormir y ellos siguieron platicando se lo dijo, o hablaron por teléfono después y Roberto quiso quitarse un peso de encima al amparo de la distancia. Como fuera había que actuar sin dilación.
- Pero antes necesito que me escuches; lo que vas decir puede esperar, lo que he querido decirte toda la semana no, respondió Erika enseguida, resuelta a quitarle la iniciativa.
- No creo que sea así, dijo su esposo algo extrañado, pero manteniendo la calma para no sonar grosero.
- Después de oír me darás la razón. El jueves pasado que vino Roberto aunque creíamos lo haría al día siguiente, no teníamos nada preparado y aún así lo recibimos…
- Ajá, continúa, interrumpió Daniel con los ojos entrecerrados y la taza otra vez llena, su respiración algo agitada tratando de conservarse ecuánime, no verse sorprendido.
- Corriste al súper por el vino mientras metía al horno la pasta y él escuchaba su música.
- Podrías ahorrarte detalles e ir al grano, Erika; si algo quieres decirme, hazlo, murmuró mientras sentía sus fuerzas abandonarlo, anticiparse al desenlace.
- Tú sabes que Roberto me gustaba en la facultad. También, que decidí por ti cuando me di cuenta que es, digamos, ojo alegre; el caso es que lo alcancé apenada por dejarlo sólo, platicamos y, cuando lo tuve cerca, no voy a decir que me besó. Nos besamos. Tampoco mentiré diciendo que no quería hacerlo. Pero puedes estar seguro que tan pronto sucedió nos arrepentimos. Así ocurrió todo, y fue todo lo que ocurrió. Esto no cambia nada entre nosotros, por lo que a mí respecta.
Daniel experimentó un fuerte vértigo y debió apoyarse en la mesa, y sentarse de nuevo a fin de no caer. Era similar y al mismo tiempo tan distinta ésta sensación a la conocida la semana anterior, una charla que ya no recordaba, el aliento de su amigo sobre la nuca, la fuerza de su cuerpo detrás del suyo en silencio para no despertarla que, por primera vez, resolvió omitir algo importante con Erika.