Por Annabel Villavicencio
Cuando era niña mamá decía que era su pequeño angelito, que mucho tiempo estuve volando por el cielo alimentando ilusiones y podando los sueños de los humanos que no ponían la debida atención a esas aspiraciones que los llevaban al borde de la locura y los acercaban a la vida etérea. Recuerdo que me encantaba cuidar los suspiros que llegaban a la porción de paraíso donde yo vivía; muchos se contenían por años en el pecho de las personas, a veces por segundos pero si llegaban ahí significaba que el sentimiento que los hacía brotar era suficientemente fuerte para remontarlos a las alturas y por eso mismo debía poner especial cuidado en ellos.
Un día empecé a sembrarlos, solo que no siempre en tierra fértil: no era extraño que un suspiro de libertad guardado celosamente se convirtiera al llegar en un árbol de ilusión si yo tenía tiempo de atenderlo en agradecimiento a su belleza. Aunque también dejaba de atender unos pocos y se transformaban en monstruos con ramas fuertes de sueños descabellados. Así pues, con los años mi edén se llenó de maleza, de sentimientos que brotaban de lugares inesperados o de hermosos rosales cuyas flores se deshojaban sin que nadie hiciera por cuidarlos.
Entonces, Él me llamó a su presencia. Suavemente me recordó aquellos tiempos donde revisaba mi área diligentemente, metiendo entre mis alas las hojas marchitas de mis jardines. ¿Dónde quedó tu devoción? ¿Que ha sido de tu magia? ¿Qué, de los anhelos que has manejado desde antes que el aire fuera aire? Un descanso, fue su sabio consejo. Con estas palabras, los arcángeles a su lado me explicaron que sería humano por un tiempo, quitaron mis pequeñas alas y con un beso en cada mejilla me dejaron aquí.
Así explicaba ella mis hoyuelos y las cicatrices de mi espalda. Los arañazos de mis manos son por las espinas de los sueños de locura y mis uñas siempre sucias por la tierra que cuidé desde el inicio de las eras. Dice también que debo estar orgullosa de dar flores a los habitantes de esta tierra y que su manera de pagarlo es con una burda moneda acompañada a veces de una sonrisa. Nunca olvides que descuidaste un jardín lleno con su magia y ahora tu deber es darles una rosa por cada sueño que no han cumplido.
Me pregunto si los otros niños son angelitos como yo. No todos tienen sus ropas rasgadas o les afecta tanto el frío, quizás se les permitió olvidar su pecado o están descansando en la tierra por faltas menos graves... o éste es su infierno. Mamá dice que no debo hablarles, que mi vida pasada no es tan importante para ellos, pero quiero que alguien me ayude a volver, extraño mis jardines y las nudosas hebras de la maleza que se enredaba entre mis arbustos llenos de vida.
Empecé a suspirar mucho para ver si alguien entendía mis llamados y venía por mí, soñaba con mis plantitas, con hacer mejoras, oraba para decirle que entendía mi lección, que me llevara, que no podía vivir en este lugar donde el frío llenaba mi piel de marcas, donde mamá no me dejaba olvidar, decía que su pecado era mío y que yo pagaba por ambas, que si dejaba que por un solo segundo me distrajera que perdería el camino de regreso para siempre. Suspiraba cuando escuchaba el llanto de las calles, al sentir el hierro de los hombres, suspiraba cuando el espíritu desconocido me torcía por dentro el cuerpo y cuando la cruz dejaba su marca en mi piel, suspiraba cuando me partía el corazón, suspiraba cuando entendía palabras nuevas, suspiraba cuando mamá me decía que no lo hiciera.
Suspiraba tanto que mi alma se quedó chiquita y no fue suficiente para que pudiera recuperar mis alas. Suspiraba tanto que mi vida se quedo vacía y no fue suficiente para esperar que vinieran por mí y me llevaran de vuelta a Él. Suspiraba tanto que se fue mi magia y no fue suficiente para que diera fruto. Suspiré tanto que para seguir viviendo tuve que morirme.