"Ella tiene los ojos siempre abiertos
y no me deja dormir
Sus sueños a plena luz
hacen evaporar los soles,
me hacen reír, llorar, reír,
y hablar sin tener nada que decir”
Una noche en la que deambulaba por casa, en busca de algo que ni yo misma sabía qué era, presa de una gran inquietud, intenté calmar mi desasosiego en la habitación de mi abuela, donde se encontraba mi cofre del tesoro; su viejo veliz que en mi niñez me había provocado las más disparatadas fantasías. Al abrirlo me reencontré con los objetos que ella había acumulado a lo largo de su vida: mascadas que jamás le vi usar, fotos color sepia retratando a personajes como sacados de una novela de Balzac, inservibles relojes masculinos y un sinfín de cosas más, entre las que destacaba un antiguo cuaderno forrado en tela que no recordaba haber visto antes. Al encontrarlo, detuve mi husmeo, atraída por la incitante fuente de secretos que veía en él. Era el diario de una mujer, escrito en tercera persona y probablemente terminado por alguien más pues en las últimas páginas era notoria la diferencia de caligrafías. Un recuento de hechos que bien podrían haber ocurrido cien años atrás o el mes anterior. Su lectura me atrapó de forma tal, que el amanecer me alcanzó con el cuerpo entelerido de frío, aún sentada en el piso, sumergida en la historia de esa mujer a la que lamenté no haber conocido. Ante mis ojos discurrió la vida de un ser que no terminaba de hallar su lugar en el mundo, en la incesante búsqueda de algo que no lograba alcanzar... el inasible mar de sus sueños...
Desde niña su mayor anhelo fue conocer el mar. Apenas tuvo edad para distinguir las cosas que forman el mundo, aquella niña de ojos siempre abiertos a lo desconocido empezó su larga cadena de ruegos, pidiendo, una y otra vez, que la llevaran a ver el océano. Al cumplir once años, por fin pudo hacerlo cuando una tía (hermana de su padre) la llevó consigo a un puerto del Pacífico. Durante una semana se dedicó a mirar el ir y venir de las olas, llenando sus pulmones con el olor a mar y a sal; pasó horas enteras contemplando el vasto océano, intentando adivinar los secretos guardados en sus profundidades, con la infantil ilusión de que alguno fuese arrastrado por las olas hasta la playa. Pero nada extraordinario sucedió y la chica sufrió una gran desilusión; aquel primer acercamiento al objeto de sus deseos no resultó lo que ella esperaba. Al regresar a casa, su padre le preguntó qué le había parecido el mar y su respuesta fue contundente: "no se parece al mar de mis sueños"; el padre que ya estaba habituado a las "rarezas" de su hija, no le prestó mayor atención y hasta sintió un poco de alivio, pensando que la niña dejaría de insistir con viajes al mar.
Nada más lejano; su sueño no había perdido un ápice de significado; únicamente dejó de expresarlo en voz alta. A partir de entonces, concentró sus esfuerzos en las pequeñas cosas de la vida diaria; las responsabilidades que alguien de su edad podía tener. El resto del tiempo lo dedicaba a investigar en los libros y a delinear en su mente cómo sería el instante preciso cuando por fin estuviera frente al mar de sus sueños, que, estaba segura, algún día encontraría. La vida siguió su curso, ella creció y fue cumpliendo con cada uno de los requisitos que la sociedad le imponía; sin apenas esbozar mayor emoción o contrariedad, como si todo le fuese ajeno. Para un observador acucioso, habría resultado extraño que alguien con un espíritu intenso y sensible como el de ella, fuera capaz de soportar esa existencia anodina, dictaminada por otros, sin mostrar hartazgo o incomodidad, menos que externara lo que bullía en su mente y corazón. Pero al parecer nadie de sus familiares, ni siquiera su padre o el hombre con el cual se vio casada a los veinte años, poseían la suspicacia necesaria. Los años continuaban pasando y ella cada día lucía más ensimismada "como si nunca estuviera en tierra" solía reclamarle su marido, mientras ella se limitaba a esbozar una sonrisa tibia e impersonal, para volver al sitio del cual la impertinencia de ese hombre la había alejado momentáneamente.
Su existir transcurría sin sobresaltos ni problemas de ningún tipo; la niña de los ojos expectantes ávidos de descubrimientos, se había transformado en una mujer callada, incapaz de contrariar a su marido con preguntas incómodas sobre sus cada vez más recurrentes viajes de trabajo y a los cuales jamás la llevaba; salía sólo al banco o hacer alguna compra, pasando la mayor parte del tiempo encerrada en su habitación sumida en lecturas sobre los pueblos celtas y escribiendo en un cuaderno, sin mostrar el menor interés por la vida que pasaba a su lado. A nadie parecía llamarle la atención semejante actitud; al contrario, todos parecían encantados de que las "rarezas" de aquella niña ansiosa por conocer el mar, hubiesen quedado en el pasado. Quizá por ello, no les extrañó que durante uno de los viajes de trabajo del marido, ella estuviese como desaparecida; después de todo estaban acostumbrados a no verla por semanas enteras, así que por unos días nadie se sorprendió. "Si no está en su cuarto leyendo, quizá haya salido al banco" dijo su padre que conocía de la estricta disciplina financiera que su hija llevaba, depositando cada centavo que sobraba del gasto. Y vaya que había ahorrado bastante.
En tanto su padre especulaba sobre su paradero, ella se hallaba a miles de kilómetros de casa; recién desembarcada de un vuelo trasatlántico, adquiriendo el boleto del tren que la transportaría a la región costera de ese país famoso por su clima húmedo, el verdor de sus campos y algunos insignes escritores. El tren llegó al puerto casi al anochecer y nada más bajar de éste, ella se sintió tan excitada y feliz que se olvidó del cansancio del largo viaje. Cuando arribó al pequeño hotel donde tenía reservado, ante los incrédulos oídos del recepcionista que le preguntó si tomaría la cena en el comedor, ella respondió que sólo subiría a cambiarse para salir a caminar al mar. Al escucharla el pobre chico se quedó atónito pero no se atrevió a decirle nada; ni siquiera cuando minutos más tarde la vio reaparecer ataviada con un elegante vestido negro y abandonar sonriente el vestíbulo para asombro de empleados y huéspedes. Ajena a las miradas interrogantes de que era objeto, empezó a caminar con la mente fija en el mar que oía chocar contra las rocas. Caminaba sin prisas, disfrutando del paseo, aspirando el aroma que la fuerte brisa nocturna arrastraba consigo; pese a no llevar abrigo no sentía frío, el estar lejos de su aburrida existencia marital, a unos pasos del encuentro con el agreste mar dueño sus más caras fantasías, le llenaba de energía y dicha. Mientras seguía ascendiendo rumbo al mirador desde el cual podría apreciar la bahía, pensaba en todos los libros que había devorado desde su niñez, en los muchos escenarios que había delineado en su mente, para cuando estuviera ahí. Todavía caminó un poco más antes de librar el último tramo y tener frente a sus maravillados ojos ese mar oscuro y misterioso, cuyo fuerte golpeteo sobre los acantilados le confería mayor grandeza para esa mujer que en esos momentos volvía a ser aquella niña ávida de descubrimientos y emociones...
Cerré el cuaderno y también mis ojos; me recosté sobre el piso y permanecí largo rato quieta, sólo respirando e imaginando. Casi pude aspirar el olor de ese mar, tan distinto al que emana en el trópico y quizá sería el frío de la madrugada que se me había metido muy dentro, pero pude sentir con ella el aire de la noche golpeando su rostro mientras se acercaba al mirador y por un instante, mi piel se erizó como imagino pasó con la suya al contacto con las heladas aguas... cuando por fin pudo sumergirse, para siempre, en el mar de sus sueños.