*si les apetece, podrían acompañar la lectura de este relato escuchando no me dejes
Cada vez que Sebastián miraba a Odette, su esposa, sentía que su corazón dejaba de latir, como si muriera un poco a causa de la conmoción que su sola presencia le provocaba. La amaba desmesuradamente, de una forma, decía su madre, que no era normal. Los hombres no deben amar así, solía repetirle la autora de sus días ante el temor de que un día el corazón de su amado hijo en verdad dejara de latir y porqué, además, su nuera no le gustaba nada. Y no sólo a su celosa madre le parecía excesivo el amor que Sebastián le profesaba a su mujer. Alejandro, su mejor amigo, más de una vez le había comentado que su forma de amar estaba bien para una heroína de novela romántica decimonónica, pero no para un financiero del Siglo XXI. Pero a él no le importaban las opiniones ajenas y a tales señalamientos respondía: ¿quién determina cuánto debe o no amarse, en dónde está la tabla de medidas donde se señala hasta qué límite es correcto amar? Para Sebastián lo único que importaba era lo que Odette sintiera, pensara, hiciera, gozara o sufriera… todo. Si el genio de la lámpara de Aladino se le hubiese aparecido, le habría pedido como único deseo poder adentrarse en los pensamientos de ella, en especial cuando se quedaba callada, lejana, a miles de km de él. Cuando eso pasaba, generalmente en medio de la lectura de algún libro o escribiendo en su laptop, Sebastián la sentía tan inasible, que deseaba con todas sus fuerzas poder saber en qué o en quién pensaba ella, en dónde se hallaba en ese momento, quién desvelaba sus sueños despiertos, quién poblaba sus recuerdos. Hubiera querido saberlo todo, todo lo que no sabía, todo lo que había en su pasado y en su presente desconocido para él. Sufría tanto como la amaba, cuando a su sentir ella se le escapaba como agua entre los dedos, no porque se alejara físicamente, sino por la infranqueable distancia que parecía haber entre su vida con él y esa otra vida virtual. Y le dolía; le pesaban como un plomo esos silencios, sentirse excluido de sus pensamientos más íntimos, de una parte de su vida. Le abrumaba no poder entrar en esa esfera que ella parecía cuidar tan celosamente. Y en medio de esa perenne ansiedad por saber todo de ella, en paralelo a su inmenso amor, Sebastián fue siendo invadido por otro sentimiento, uno tan abrasador como su pasión por ella, pero infinitamente más doloroso y quemante: los celos. Y así, un buen día se encontró escudriñando sus gestos más insignificantes, buscando en cada movimiento, mirada perdida, suspiro y estremecimiento de ella, una razón, un motivo, la existencia de alguien más y con ello, el temor de su abandono. Necesitaba saber qué le robaba sus pensamientos, quién le causaba esas miradas melancólicas perdidas en la contemplación de los cielos plomizos al fin del verano, en quién soñaba cuando él se acercaba sin hacer ruido y rodeaba su talle aprensivo, posesivo, provocándole un súbito estremecimiento. Mi reino por tus pensamientos, solía preguntarle alguna noche tras hacer el amor, a lo que ella respondía entre divertida y somnolienta tu reino no vale mis pensamientos, para luego acurrucarse en su pecho y quedarse profundamente dormida, dejándolo sumido en una profunda desazón acompañada de insomnio. Y del escudriñe de gestos y miradas, muy pronto Sebastián pasó al vulgar espionaje: empezó a seguirla, a escuchar sus conversaciones telefónicas, a hurgar en los cajones de su ropa íntima, a deshojar libros y cuadernos, a devanarse los sesos intentadodar con el nick de su laptop, en busca de claves secretas, de notas, de lo que fuera, cualquier seña del engaño que debía ser el causante de los silencios y miradas nostálgicas de su mujer. Sentía celos de la computadora; no entendía por qué pasaba tanto tiempo frente a ella y menos qué y a quién, escribía. En su mente sólo podía caber la idea de que por ese medio (internet) se comunicaba con alguien más. Pero no la enfrentaba, ni siquiera cuando ella lo llegaba a sorprender escudriñándola y a pregunta expresa de qué pasaba, él repondría con vaguedades. Los meses se consumían bajo esa dinámica, al tiempo que él se consumía en su infierno de celos avivados por las variadas historias de infidelidades que su afiebrada mente había delineado, hasta llegar al colmo de cifrar en un chico de 20 años, a quien su mujer daba clases de inglés por las tardes, al causante de sus celos, pues él era el único hombre mayor de 6 años con quien Odette, educadora en un jardín de niños, trataba de manera cotidiana. Llegó el momento en que ya no pudo más y, negado como estaba a aclarar dudas con ella, decidió tomar la odiada laptop y llevarla con un experto en descifrar claves e invadir computadoras ajenas. Si frente a esa maquinita pasaba buena parte de su tiempo, era porque ahí guardaba los secretos de su infidelidad, esa que Sebastián estaba seguro existía. El experto no hizo preguntas (hacker con reparos morales o éticos, no es digno de respeto), dándose de inmediato a la tarea solicitada. Y por fin, tras varios intentos en vano, logró acceder a la vida virtual de Odette, con un resultado decepcionante (el hacker anhelaba hallar una historia truculenta, cuasi pornográfica, que justificara la aprensión de su cliente), pues ni en su cuenta de correo electrónico, ni en las de las redes sociales a las que estaba adscrita, o en sus archivos de texto, encontró el menor indicio de una infidelidad virtual. Una vez revisado el disco duro y demás depósitos de información de la laptop, y no sin algo de sorna, comunicó al paranoico marido que su mujer, amén de ser una bloguera medianamente exitosa e incipiente tuitera, a lo que más se dedicaba era a la escritura de una novela en la cual pretendía rehacer el destino de la célebre adultera suicida Emma Bovary, cuya infidelidad y destino fatal parecían obsesionar a Odette, a juzgar por la gran cantidad de información y los varios textos alternativos que tenía para los capítulos que llevaba escritos…
imagen: fotograma del film L'Enfer, de Claude Chabrol
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