Por Amalia Verdezoto
He matado a un hombre, está aquí ... en la cama, ni siquiera sé su nombre, bueno sí, Nick, pero no es su nombre verdadero, es su nick.
Sonaba gracioso cuando chateamos la primera vez hace una semana, el lunes para ser exactos.
Empezamos hablando de lo que ponía la tele a esas horas de la madrugada y en la cuarta línea le solté “qué tal si no hablamos más y nos vemos el viernes a ver qué pasa”, luego de un silencio dijo que sí.
Quedamos en un hotel pequeño en la calle del Arenal, dejamos las ventanas abiertas y las luces apagadas, había una penumbra extraña aunque era medio día.
Sabíamos muy poco el uno del otro y tampoco había interés en saber más, le dije que estaba haciendo un estudio antropológico y que él era el sujeto de mi estudio, fue divertido dado que se prestó al juego y contestaba ingeniosamente al sin número de preguntas que yo inventaba sobre la marcha mientras daba largos tragos a la botella de vino, él casi no bebía.
Las preguntas se fueron tornando más físicas que psíquicas y empezamos el acto, lo hicimos siete veces seguidas, cuento la séptima porque ambos … bueno, seguro que él más.
¿Qué hago ahora? ¿A quién llamo primero? ¿A la policía? ¿A mi marido?
Siempre pensé que algún día, ya jubilados, nos pondríamos a hablar y se lo contaría todo y él me entendería, por supuesto que lo haría, me conocía tan bien.
Recuerdo cuando lo vi por primera vez entrando en el aula de la facultad, era octubre y aún tenía el bronceado del verano, llevaba una camisa rosa de lino, era alto y fuerte, las mejillas rojas de sol, creo que hasta olía a sol.
Nuestra cama es de dos metros, igual que esta del hotel donde está el muerto, sin embargo en mi cama nunca hay paz, tengo un sueño muy liviano, un suspiro me despierta, siento cada movimiento de mi marido al dormir, incluso no sé qué hace que a veces me despierta con un chirrido de los talones contra las sábanas, y si me desvelo no vuelvo a conciliar el sueño, me quedo mirando el techo.
Vivimos en el último piso del edificio y encima nuestro está la piscina. Suelo quedarme viendo el techo, adivinando la lámpara en la oscuridad, pensando que tal vez el agua de la piscina encuentre un camino por el cable de la luz y caigan gotas en la habitación, que no me de cuenta, que se empiece a llenar y cuando esté al nivel de las sábanas entonces se cuartee el techo y caigan de golpe los 50 metros cúbicos de agua, así de repente, y el golpe sea como el de una gran losa y nos aplaste tan fuerte que nos quite a los dos el aire de los pulmones y que cuando reaccionemos y demos la primera bocanada los pulmones se llenen de agua y nosotros abramos los ojos y veamos todo flotar, nadie nos extrañaría, estamos solos los dos, sin hijos, ni gato, bueno, tenemos una pecera con cinco gold fish que están muy gordos, pero ellos saldrán desbordados de su encierro y se unirán al agua que nos inunda y nos veremos por primera vez cara a cara pero ellos seguirán viéndonos mientras nosotros perdemos la conciencia y morimos ahogados de tanta agua, no entenderán lo que nos pasa, no entenderán nada, serán los testigos de nuestros últimos segundos de vida y no lo entenderán.
Moriríamos juntos como hemos estado desde el día en que nos conocimos, hicimos la carrera y nos montamos nuestra oficina, crecimos y luego nos compraron, él se quedó dirigiendo todo y yo me quedé con el tiempo libre para dedicarme a lo que me gustaba realmente, pintar.
Siempre quise pintar el sentimiento de una escena, me quedaba horas mirando a la gente pasar, desde la ventana de nuestra alcoba veía el edificio de enfrente, quedaba lo suficientemente lejos como para no ser vista y sin embargo podía adivinar las figuras, inventaba diálogos, interpretaba sus escenas, una madre alzando los brazos mientras le habla a su hijo adolescente, una pareja que se sienta a ver la tele sin hablar, dos recién casados que se besan a cada instante, niños jugando abajo en el parque, perros que sacan de paseo a sus dueños, gatos que viven su vida caprichosamente, ancianos que suben y bajan siempre a la misma hora en un rito que dura años.
Había días en que él llegaba de la oficina y ni me daba cuenta, me miraba en silencio para no interrumpir mi contemplación, luego le contaba todo lo que había visto y lo que yo imaginaba, eso le encantaba, él me conocía bien. Pero desde hace unos tres años he necesitado más, estar tan lejos y sólo imaginar ya no era gratificante, era extenuante. Empecé comprando unos prismáticos, eso fue divertido, luego una cámara fotográfica con el zoom800, podías hacer fotos de casi todo y recrearme luego con los acrílicos, eso fue bueno un año, pero luego volví a necesitar más. Entonces empecé a seguir a la gente, bajaba al parque y luego les seguía tratando de dar sentido al breve acto que tenía en su ventana, pude encontrar tanta variedad de gestos en la misma persona, la dulce madre era una mujer muy agria, la seca mujer lloraba en el cine, el padre amoroso era un donjuan, me habían estado engañando, eso no me gustó, todas las emociones que había visto desde la ventana eran una farsa, la verdad estaba en la calle, cuando ellos salían de sus casas.
Decidí entonces salir, actuar, vivir lo que viven ellos al salir de la puerta de su casa. Fue cuando empecé a entrar en las páginas de ligue por internet, me daba igual su historia, quién o qué eran, ya tenía claro que todo eso sería mentira, la verdad estaba justo cuando salían, y los hice salir, tenía claro lo que buscaba, ver la realidad de la gente, la cara sin máscara, sus tripas más que su cara.
Pensaba que era una intrépida aventurera en busca del origen de la conducta, mi marido era mi vida pero era solo una vida, yo quería vivir varias, y cuando se quiere vivir una vida intensa hay que ir a lo básico, comer, beber y follar.
Lo de comer quedaba truncado porque con los nervios del principio, de que el hombre sea un psicópata asesino, el hambre se me iba a los pies junto con casi toda mi sangre, me quedaba muy fría, hasta llegaba a castañear los dientes mientras pasábamos el trago del primer diálogo, lo de beber en cambio era perfecto porque se me secaba la boca, y si lo que bebíamos era vino lo de follar venía solito, era divertido ver sus reacciones con quien creían que era yo, porque lo más divertido no fue ya quienes eran ellos sino quien me inventaba que era yo cada vez, esto era mejor que ver muchas escenas tras un cristal, esto era crear escenas, mi personaje cambiaba, y los sujetos debían adaptarse a la mujer que veían, y yo aprendía ese gesto que tienen todos al resetearse, cuando lo hacían sabía que ya les tenia, sentía un poder más fuerte que el que sentí cuando empecé con el zoom 800.
Pero ahora estaba sentada al lado de un muerto, y no sabía qué debía hacer. Pensaba que no podían acusarme de nada porque ni me había levantado de la cama y cualquier policía vería lo que habíamos estado haciendo, estaba segura de que los análisis posteriores declararían muerte por algún fallo cardiorrespiratorio, vamos, de lo que morimos todos incluso yo frente a mi pez.
Pensaba que tenia tiempo porque podía contar que me había dormido y que al despertar me di cuenta y fue entonces cuando llamé a la policía, cuánto tiempo podría dormir después del sexo, dos horas al menos, tenía dos horas para pensar.
Mi marido llegará hoy a las siete porque tenemos una cena a las ocho, llamará a eso de las seis y media para decirme que llegará con el tiempo justo para ducharse y vestirse. Llamará, sobre todo, para asegurarse de que estoy despierta y no en el estado contemplativo donde el reloj también contempla al tiempo pasar.
Llamará, seguro, a las seis y media, este hombre debe haber muerto a eso de las cuatro, ya tengo una hora límite.
Me gusta esto de los límites externos, me obligan a actuar. Todo lo externo es como la pecera de misgoldfish, o mi techo a media noche, o el alféizar de mi ventana, o los 800 del zoom, o mi vientre sin ovarios, o las medidas de mi lienzo.
Mi teléfono tintinea. Deben ser las seis y media.
- ¿Sí?
- Buenas tardes señora ¿es usted la mujer de Pedro de la Fuente?
- Sí.
- Me temo que tengo malas noticias, su marido ha tenido un accidente fatal y necesitamos que venga a...
- Espere ¿es usted policía?
- Sí señora.
- He matado a un hombre, está aquí, en la cama, ni siquiera sé su nombre, bueno si, Nick.
Sonaba gracioso cuando chateamos la primera vez hace una semana, el lunes para ser exactos.
Empezamos hablando de lo que ponía la tele a esas horas de la madrugada y en la cuarta línea le solté “qué tal si no hablamos más y nos vemos el viernes a ver qué pasa”, luego de un silencio dijo que sí.
Quedamos en un hotel pequeño en la calle del Arenal, dejamos las ventanas abiertas y las luces apagadas, había una penumbra extraña aunque era medio día.
Sabíamos muy poco el uno del otro y tampoco había interés en saber más, le dije que estaba haciendo un estudio antropológico y que él era el sujeto de mi estudio, fue divertido dado que se prestó al juego y contestaba ingeniosamente al sin número de preguntas que yo inventaba sobre la marcha mientras daba largos tragos a la botella de vino, él casi no bebía.
Las preguntas se fueron tornando más físicas que psíquicas y empezamos el acto, lo hicimos siete veces seguidas, cuento la séptima porque ambos … bueno, seguro que él más.
¿Qué hago ahora? ¿A quién llamo primero? ¿A la policía? ¿A mi marido?
Siempre pensé que algún día, ya jubilados, nos pondríamos a hablar y se lo contaría todo y él me entendería, por supuesto que lo haría, me conocía tan bien.
Recuerdo cuando lo vi por primera vez entrando en el aula de la facultad, era octubre y aún tenía el bronceado del verano, llevaba una camisa rosa de lino, era alto y fuerte, las mejillas rojas de sol, creo que hasta olía a sol.
Nuestra cama es de dos metros, igual que esta del hotel donde está el muerto, sin embargo en mi cama nunca hay paz, tengo un sueño muy liviano, un suspiro me despierta, siento cada movimiento de mi marido al dormir, incluso no sé qué hace que a veces me despierta con un chirrido de los talones contra las sábanas, y si me desvelo no vuelvo a conciliar el sueño, me quedo mirando el techo.
Vivimos en el último piso del edificio y encima nuestro está la piscina. Suelo quedarme viendo el techo, adivinando la lámpara en la oscuridad, pensando que tal vez el agua de la piscina encuentre un camino por el cable de la luz y caigan gotas en la habitación, que no me de cuenta, que se empiece a llenar y cuando esté al nivel de las sábanas entonces se cuartee el techo y caigan de golpe los 50 metros cúbicos de agua, así de repente, y el golpe sea como el de una gran losa y nos aplaste tan fuerte que nos quite a los dos el aire de los pulmones y que cuando reaccionemos y demos la primera bocanada los pulmones se llenen de agua y nosotros abramos los ojos y veamos todo flotar, nadie nos extrañaría, estamos solos los dos, sin hijos, ni gato, bueno, tenemos una pecera con cinco gold fish que están muy gordos, pero ellos saldrán desbordados de su encierro y se unirán al agua que nos inunda y nos veremos por primera vez cara a cara pero ellos seguirán viéndonos mientras nosotros perdemos la conciencia y morimos ahogados de tanta agua, no entenderán lo que nos pasa, no entenderán nada, serán los testigos de nuestros últimos segundos de vida y no lo entenderán.
Moriríamos juntos como hemos estado desde el día en que nos conocimos, hicimos la carrera y nos montamos nuestra oficina, crecimos y luego nos compraron, él se quedó dirigiendo todo y yo me quedé con el tiempo libre para dedicarme a lo que me gustaba realmente, pintar.
Siempre quise pintar el sentimiento de una escena, me quedaba horas mirando a la gente pasar, desde la ventana de nuestra alcoba veía el edificio de enfrente, quedaba lo suficientemente lejos como para no ser vista y sin embargo podía adivinar las figuras, inventaba diálogos, interpretaba sus escenas, una madre alzando los brazos mientras le habla a su hijo adolescente, una pareja que se sienta a ver la tele sin hablar, dos recién casados que se besan a cada instante, niños jugando abajo en el parque, perros que sacan de paseo a sus dueños, gatos que viven su vida caprichosamente, ancianos que suben y bajan siempre a la misma hora en un rito que dura años.
Había días en que él llegaba de la oficina y ni me daba cuenta, me miraba en silencio para no interrumpir mi contemplación, luego le contaba todo lo que había visto y lo que yo imaginaba, eso le encantaba, él me conocía bien. Pero desde hace unos tres años he necesitado más, estar tan lejos y sólo imaginar ya no era gratificante, era extenuante. Empecé comprando unos prismáticos, eso fue divertido, luego una cámara fotográfica con el zoom800, podías hacer fotos de casi todo y recrearme luego con los acrílicos, eso fue bueno un año, pero luego volví a necesitar más. Entonces empecé a seguir a la gente, bajaba al parque y luego les seguía tratando de dar sentido al breve acto que tenía en su ventana, pude encontrar tanta variedad de gestos en la misma persona, la dulce madre era una mujer muy agria, la seca mujer lloraba en el cine, el padre amoroso era un donjuan, me habían estado engañando, eso no me gustó, todas las emociones que había visto desde la ventana eran una farsa, la verdad estaba en la calle, cuando ellos salían de sus casas.
Decidí entonces salir, actuar, vivir lo que viven ellos al salir de la puerta de su casa. Fue cuando empecé a entrar en las páginas de ligue por internet, me daba igual su historia, quién o qué eran, ya tenía claro que todo eso sería mentira, la verdad estaba justo cuando salían, y los hice salir, tenía claro lo que buscaba, ver la realidad de la gente, la cara sin máscara, sus tripas más que su cara.
Pensaba que era una intrépida aventurera en busca del origen de la conducta, mi marido era mi vida pero era solo una vida, yo quería vivir varias, y cuando se quiere vivir una vida intensa hay que ir a lo básico, comer, beber y follar.
Lo de comer quedaba truncado porque con los nervios del principio, de que el hombre sea un psicópata asesino, el hambre se me iba a los pies junto con casi toda mi sangre, me quedaba muy fría, hasta llegaba a castañear los dientes mientras pasábamos el trago del primer diálogo, lo de beber en cambio era perfecto porque se me secaba la boca, y si lo que bebíamos era vino lo de follar venía solito, era divertido ver sus reacciones con quien creían que era yo, porque lo más divertido no fue ya quienes eran ellos sino quien me inventaba que era yo cada vez, esto era mejor que ver muchas escenas tras un cristal, esto era crear escenas, mi personaje cambiaba, y los sujetos debían adaptarse a la mujer que veían, y yo aprendía ese gesto que tienen todos al resetearse, cuando lo hacían sabía que ya les tenia, sentía un poder más fuerte que el que sentí cuando empecé con el zoom 800.
Pero ahora estaba sentada al lado de un muerto, y no sabía qué debía hacer. Pensaba que no podían acusarme de nada porque ni me había levantado de la cama y cualquier policía vería lo que habíamos estado haciendo, estaba segura de que los análisis posteriores declararían muerte por algún fallo cardiorrespiratorio, vamos, de lo que morimos todos incluso yo frente a mi pez.
Pensaba que tenia tiempo porque podía contar que me había dormido y que al despertar me di cuenta y fue entonces cuando llamé a la policía, cuánto tiempo podría dormir después del sexo, dos horas al menos, tenía dos horas para pensar.
Mi marido llegará hoy a las siete porque tenemos una cena a las ocho, llamará a eso de las seis y media para decirme que llegará con el tiempo justo para ducharse y vestirse. Llamará, sobre todo, para asegurarse de que estoy despierta y no en el estado contemplativo donde el reloj también contempla al tiempo pasar.
Llamará, seguro, a las seis y media, este hombre debe haber muerto a eso de las cuatro, ya tengo una hora límite.
Me gusta esto de los límites externos, me obligan a actuar. Todo lo externo es como la pecera de misgoldfish, o mi techo a media noche, o el alféizar de mi ventana, o los 800 del zoom, o mi vientre sin ovarios, o las medidas de mi lienzo.
Mi teléfono tintinea. Deben ser las seis y media.
- ¿Sí?
- Buenas tardes señora ¿es usted la mujer de Pedro de la Fuente?
- Sí.
- Me temo que tengo malas noticias, su marido ha tenido un accidente fatal y necesitamos que venga a...
- Espere ¿es usted policía?
- Sí señora.
- He matado a un hombre, está aquí, en la cama, ni siquiera sé su nombre, bueno si, Nick.
Imagen: Amalia Verdezoto
2 comentarios:
Hay textos que retan a ser leídos.
Me llevo la sonrisa.
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