Urban Alley by Debra Hurd |
Por El Pasante
Alejandro Castro
Veía un punto, un pequeño
punto al final de un túnel tantas veces transitado. Susurros de voces que se
mezclaban en un enjambre de frases sin forma anunciaban la proximidad del nuevo
sueño; las paredes viscosas del útero en forma de media luna se abrían para
recibir al microcosmos que llegaba cargado con las imágenes de un mundo
inexplorado y desafiante. Cientos de brazos extendidos daban la bienvenida a la
nueva noche mientras la mujer trataba de mantener el equilibrio, a sabiendas
que, al igual que los otros, terminaría siendo absorbida por la fuerza de un
pensamiento que apenas comenzaba a nacer. Era como el despertar de un génesis
en medio de la quietud de un sueño lejano y desconocido. La nueva realidad que comenzaba a acoger a sus huéspedes se
presentaba tan incierta como las anteriores realidades, como los anteriores
génesis que, al igual que este, pintaban de blanco y negro los contornos de un
paisaje cada vez más parecido a las antiguas figuras familiares. No todos eran
absorbidos, era una cuestión de turnos; cada uno tenía que cumplir con una
cierta cantidad de horas a la semana. Los que no iban se quedaban encerrados en
sus cápsulas, desnudos y en posición fetal a la espera de una nueva irrupción. El
proceso era siempre el mismo, y sin embargo Anabel no terminaba de
acostumbrarse a la violenta sacudida que la sacaba de su lugar en la nada y la
obligaba a vivir de nuevo otra vida, con otros protagonistas, en otros
escenarios, con otros testigos. Nunca un sueño se repetía; nunca estaba en el
sueño de la misma persona más de una vez; todos eran tan distintos como las
huellas dactilares de los humanos, pero todos, invariablemente, se alimentaban
de las mismas emociones, los mismos miedos y las mismas frustraciones que le
daban vida a una imagen mental nacida en el subconsciente de algún desconocido.
Anabel era, por decirlo
de alguna manera, un “extra” de sueños, de esas personas que se aparecen en los
sueños de los otros con el único propósito de hacer de relleno. También eran conocidos
como los testigos; en cada noche presenciaban de primera mano las miserias
humanas que solo podían aflorar bajo el oscuro cobijo de la noche muda. Al
igual que los otros, Anabel carecía de historia; solo tuvo conciencia de si
misma cuando por primera vez entró por el agujero del túnel hasta aterrizar
suavemente en el útero o cápsula que había sido dispuesta para ella. No tenía
pasado, o al menos creía no tenerlo ya que las imágenes de los miles de sueños
a los que era asignada borraban de su
memoria cualquier atisbo de alguna vida propia. Tampoco tenía edad, ni forma
definida, ni siquiera sexo; unas veces podía ser una pequeña niña entre la
multitud, a veces una anciana mirando el atardecer desde algún balcón, incluso
podía resultar siendo un hombre trotando por la orilla de la playa. Solamente
cuando estaban desnudos y acurrucados en sus lunas se veían como eran en
verdad, y Anabel, remitiéndonos a esta referencia, resultaba ser una hermosa
mujer en la mitad de los 20, alta y esbelta como un maniquí, con el cabello
negro azabache que contrastaba con los haces de luz que rodeaban su cámara. Los
úteros en realidad no eran muy grandes, tenían el tamaño necesario para que la
persona cupiera acurrucada. Su forma de media luna facilitaba el acomodamiento
en su interior, permitiendo que la espalda se doblara en el grado preciso, sin
que faltara espacio o se viera en aprietos a la hora de cerrar las paredes. No
tenían necesidad de alimento, ni tampoco sentían frío. Solamente se alimentaban
cuando la persona que los soñaba soñaba que estaba comiendo.
Ocasionalmente los
testigos tenían parlamento, pero era algo breve, lo suficiente para asegurar el
normal discurrir de la trama. No hablaban entre ellos (a menos que la persona
que los soñaba dispusiera lo contrario), nadie los coordinaba y sin embargo
cada uno sabía cual era su rol en el sueño de turno. No buscaban protagonismo,
sabían que el peso de la historia estaba sobre el soñador y que, cuando todo
terminara, ellos volverían a su pedazo de luna a esperar la invasión del nuevo
sueño. En si resultaba un trabajo tedioso; solo una vez Anabel sintió que la
monotonía que caracterizaba su rutina diaria se quebraba cuando le tocó co
protagonizar el sueño de un hombre joven:
-
Te
amo Anabel.
-
Y
yo a ti Byron- contestaba ella, y él la abrazaba con tal fuerza que ella creyó
que todas sus formas y todos sus sexos se derretirían como una vela en ese
momento. Como lo dictaminan las leyes, no lo volvió a ver, no supo más del
joven soñador que la abrazaba con tanta pasión, pero desde ese momento decidió
tomar el nombre que aquel hombre le había repetido tantas veces.
La existencia de los
testigos estaba compuesta por fragmentos de recuerdos de otras vidas que
alcanzaban a absorber en cada inmersión. No tenían vida propia; morían con cada
despertar y volvían a nacer envueltos en las ensoñaciones de algún extraño que
se dejaba abandonar a las divagaciones
de su mente. En cada jornada los testigos sabían que no podían salirse de la
línea invisible que había sido trazada para ellos, que solo eran sombras. A
pesar de cambiar de apariencia cada uno sabía quien era quien, y ocasionalmente
se saludaban entre ellos con una leve inclinación de cabeza. Los testigos no
podían caminar más allá de los límites establecidos, no podían hacer preguntas
(no había a quien además), no podían salirse del cuadro que había sido pintado
para ellos, no podían escoger en que sueño estar. En la quietud de su solitario
rincón esperaban resignados la llegada del nuevo sueño que les traería, aunque
de forma brumosa, los pensamientos y las emociones con las que armarían una
historia de vida, algo que hiciera más llevadero la soledad de su oscuro
exilio. No le tenían miedo a las pesadillas, de hecho las aguardaban con ansias
ya que en ellas podían asumir un rol más interesante. Los testigos eran los
encargados de asustar al durmiente con toda suerte de trucos e imágenes: ogros,
vampiros, hombres lobo, jinetes sin cabeza y a veces algún personaje de alguna
película de terror eran las visiones adaptadas para hacer estremecer en su
lecho al soñador. Entre más resentimiento guardara el testigo en su interior
más terrorífica se tornaba la pesadilla. A lo que si le tenían miedo, y
bastante, era a ser soñados por animales; la idea de adquirir la forma de
gusanos, ratas, o pequeños animales que entraran en el menú de algún depredador
sediento de sangre era algo que los mantenía con cierto grado de paranoia.
Escondida en su luna,
Anabel buscaba respuestas a las preguntas que taladraban su cabeza: ¿Quién era
ella? ¿Un ángel? ¿Una idea suelta? ¿Un pensamiento tirado al vacío? ¿Una
estrella fugaz que recogía y atesoraba en su capa de gases las historias que encontraba en
las distintas galaxias que recorría? No llevaba mucho tiempo en ese oficio,
pero sentía que la carga emocional de presenciar miles y miles de historias la
oprimían hasta la muerte. De pronto, un pensamiento resplandeció en su mente
como un rayo; en cuestión de segundos Anabel supo lo que quería, lo que había
estado esperando por tanto tiempo pero que no sabía: Anabel no quería ser más
un sueño, Anabel quería soñar. Aguardaría la próxima inmersión para escapar por
el túnel, esquivaría los haces de luz, las visiones desordenadas, y correría
sin cansancio hasta encontrar un sitio en la lejanía donde pudiera abandonarse
a sus propias divagaciones. En el acuario los testigos no sueñan, solo tienen
consciencia de si mismos. Anabel no sabía exactamente con que se iba a
encontrar, pero no le importaba; estaba harta de la monotonía, de los días al
carbón, de presenciar vez tras vez sueños ajenos. No quería ser más un objeto
impasible colocado estratégicamente en la fantasía de otros; estaba harta de
que su esencia variara a capricho del soñador. Tal vez los otros estaban acostumbrados, y no los podía juzgar, al fin
y al cabo es más fácil ser testigos pasivos de la vida de otros que atreverse a
vivir la vida propia.
No pasó mucho tiempo para
que Anabel pusiera en marcha su plan de fuga. Esa noche los contornos del útero
comenzaron a vibrar como siempre ocurre cuando se avecina la llegada de un
sueño. Estaba decidida, no correría hacia el punto de luz sino que aprovecharía
su breve instante de libertad para correr hacia el extremo opuesto del túnel.
Las paredes elásticas que la rodeaban proyectaban imágenes de sueños en los que
ella estuvo, eran como un gran telón que reproducía las imágenes de películas
experimentales. A medida que se alejaba el eco de las voces se hacía cada vez
más ensordecedor, era como si aquel mundo inmaterial la reclamara, como si le
pidiera que se quedara.
-
¡Anabel!
¿Qué haces?
Volteó para mirar; era
Edwing, otro de los testigos con el que compartió horas y horas de jornadas
monótonas en paisajes descoloridos y absurdos. Era quizá el testigo con el que
más había coincidido; se distinguían, más nunca antes se habían dirigido
palabra.
- No sigas Anabel. No
sabes con lo que te puedes encontrar. No sabes si lo que vas a ver te va a
gustar.
Ella quiso responder algo
pero la emoción de saberse pronto libre la embriagaba. Cuando fijó su mirada en
lo que restaba de camino vio una puerta de bronce por cuyos resquicios se
asomaba el resplandor de una luz limpia. Avanzó lentamente, sabiendo que cada
paso definiría su suerte futura.
-
¡Anabel!
Giró para despedirse pero
Edwing había desaparecido. De pronto, las paredes comenzaron a cerrarse en un
intento desesperado por aprisionarla. Las escenas de los sueños habían sido
cambiadas por la imagen de todos y cada
uno de los testigos que ahora la miraban entre incrédulos y horrorizados. Anabel
veía como los rostros de todos ellos se acercaban mientras las paredes se
pavoneaban en una danza trémula, moviéndose y sacudiéndose para acelerar el
encuentro entre ambos lados del largo pasadizo.
El túnel quiso tragársela, pero Anabel consiguió llegar hasta la puerta
de bronce evitando quedar atrapada entre la estructura viscosa hecha a partir
de retazos de sueños reciclados. Al abrir la puerta, sus ojos contemplaron lo
que nunca antes imaginaron que podía existir: ante ella había un mundo de
colores, un escenario en el que los árboles eran verdes, el cielo azul y las
personas rosadas, negras y amarillas.
-
Debo
estar soñando- pensó.
Al adentrarse en aquel
paisaje descubrió lo que ya había visto en otras visiones; era una ciudad
normal, una metrópoli con grandes rascacielos y hombres y mujeres caminando
apresuradamente hacia alguna parte. Nadie parecía fijarse en ella. Anabel
restregaba sus ojos tratando de acostumbrarse a la luz que se desprendía de los
objetos que la rodeaban. De repente, la voz de una niña la sacó de sus pensamientos.
-
Abuelito,
¿por qué esa señora se ve en blanco y negro?
-
Manuela,
querida, no señales, y sabes que no debes hablar tampoco.
-
Si,
pero es que estoy aburrida.
-
Lo
se; ya vendrán sueños más emocionantes niña, ahora cállate.
Anabel intentó acercarse
a la pareja, pero el anciano y la niña se habían alejado apresuradamente para
evitar cualquier posible contacto. Estiró sus brazos y descubrió con horror que
sus manos, sus muñecas, sus antebrazos y todo su cuerpo carecían de color.
Nerviosa, empezó a caminar por la gran avenida buscando alguna cara conocida,
alguna pista que le dijera que estaba ocurriendo. Las personas pasaban a su
lado y ni se inmutaban ante su presencia. Intentaba hablarles pero ellos
seguían de largo. En su paranoia hasta le pareció ver que los perros callejeros
se alejaban de ella. En su angustia, se
sentó en el andén tratando de dar una explicación lógica a los últimos
acontecimientos, aunque, vale aclarar, ni ella misma entendía que era la
lógica. El revuelo de su cabeza no evito
que se percatara de la figura que se había parado junto a ella. ¡Era Edwing!
- ¿Qué
es todo esto? – preguntó tímidamente- ¿Por qué sigo viéndome en blanco y negro
cuando acá afuera todo es de color?
-
Estas
soñando Anabel; eres un sueño soñando un sueño. Eres el sueño de alguien que no
ha dejado de soñarte jamás.
-
¿Y
quien es esa persona?
-
¿En
realidad quieres conocer más al respecto?
-
Si,
quiero.
- Te
advierto, vas a descubrir algunos asuntos relativos a tu origen; vas a saber
cosas que sería mejor continuaran guardadas en el baúl de los olvidos.
-
No
me importa.
Edwing la tomó del brazo
y la llevó hacia un callejón ubicado frente a un parque de niños.
-
Los
testigos somos almas en pena, ánimas que buscamos menguar nuestro dolor recorriendo
mundos que solo son posibles en el desvarío de alguna mente ajena a la
realidad. Se nos concede el don del olvido para no cargar con una tristeza
excesiva sobre nuestras espaldas, sin embargo, ocasionalmente las imágenes del
pasado se hacen presentes para tratar de confundirnos.
Al oír estas palabras
Anabel sintió como si el peso de tres galaxias le cayera encima.
-
¿Dónde
estamos? Preguntó.
-
Donde
todo comenzó.
Fue en ese instante que
Anabel entendió todo. La venda fue quitada de sus ojos y pudo observar
claramente la verdad sobre ella misma, su pasado y el dolor inexplicable que la
oprimía. De pronto, se acordó de las noches de bohemia en los antros más
perdidos de la ciudad; de las escenas de celos; de las inyecciones de heroína,
cada vez más constantes ya no solo para agradarlo a él sino para calmar
desesperadamente su propia ansiedad que la devoraba como león rugiente. Recordó
la escapada de su casa para ir tras el hombre que le había prometido los
placeres sublimes del sexo prohibido; las poesías de Alejandra Pizarnik susurradas
en noches de lujuria bajo una tormenta de sábanas y las humillaciones diarias
para mendigar una pizca de amor de aquel quisquilloso dios que le había
otorgado la gracia de la lástima. Se acordó de las lágrimas derramadas mientras
en vano pedía el perdón de sus padres, de la expulsión de la universidad, de
los asaltos callejeros para financiar el consumo de su “macho alpha” que había
aprendido a manipularla de forma vergonzosa, pero, y por encima de todo, se
acordó de ese puñal caliente traspasando su vientre después de haberle dicho
con voz de suspiro por la emoción:
-
Estoy
embarazada
La imagen que presenció
en aquel callejón se convertiría en el escenario de un sueño perpetuo al que sería
condenada por la eternidad, un sueño que se repetiría noche tras noche. Un
sueño sin testigos. El sueño de un hombre con las ropas ensangrentadas que
sostenía por la cintura a una mujer agonizante y enamorada.
-
Perdóname-
le decía entre llantos- por favor, perdóname.
-Ya lo he hecho- le respondía ella
en un susurro.
- Te amo, te amo tanto Anabel.
- Y yo a ti Byron.
Después aparecía un
pequeño punto, un punto al final de un túnel tantas veces transitado junto a
susurros en forma de sombras, sombras que la reclamaban.
Imagen: Urban Alley de Debra Hurd
1 comentario:
Hay escritores que gustan vestir con la combinación de una corbata y una camisa. Y hay gente, que por su trabajo, se ven obligadas a vestir con las mismas prendas. La expresión del ser está en los detalles.
Un escritor a su vez puede ser un lector ¿Un lector cómo evalúa el nivel de su lectura?
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